Luke nº93 Febrero 2008

Ecofobia

Hace unas semanas compartía Rioja, vianda y conversación con varios amigos mientras participaba como espectador en una matanza de un cerdo. De pronto, uno de ellos, que tiene la deferencia de leer mis artículos, me propuso que diera publicidad en el próximo a una nueva fobia que se le ha desarrollado: la ecofobia. Me sonreí para mis adentros ante el nuevo “palabro”, pensando que quizás iba a escuchar una nueva crítica sobre el farisaico ecologista y premio novel ¿de la paz?, Al Gore. Atisbando algo jocoso, le pedí que me explicara a qué se refería, pues no hay duda de que hoy en día, para meterse con la ecología hay que ser, o muy valiente, o muy provocador, o ambas cosas a un tiempo. Me extrañó más si cabe, dado que él, a pesar de lo que afirmaba, es un ecólogo de facto –no ecologista. De hecho, el “quid” de su ecofobia está en la diferencia entre ambas palabras-. Mi amigo es un amante del campo, de los paseos por la naturaleza, respetuoso con el medio y cazador. Imagino que algún sepulcro blanqueado exclamará indignado: ¡Cazador! Con su interjección no demuestra más que su absoluto desconocimiento real de lo cinegético y de la naturaleza. Un cazador –no se confunda con un pistolero de escopeta, que los hay- distingue entre una perdiz macho y una hembra con solo mirar una pata del animal, e incluso por el propio vuelo de la gallinácea; conoce el equilibrio de su coto y no duda en dejar de cazar en plena temporada si considera que hay riesgo de que la reproducción se vea amenazada, vela para que a los animales no les falte agua y comida en los períodos de sequía, repobla si fuera necesario y, en fin, colabora con conocimiento al equilibrio real de los ecosistemas. No en vano, Artemisa, además de diosa de la naturaleza, era diosa de la caza. Pues bien, dado su respecto y afecto real y no meramente académico por la naturaleza -como es el caso de los ecologistas urbanitas- le insistí en que me expusiera el razonamiento que le había llevado a definirse como ecofóbico.

Su fobia –me aclaró- venía originada por el rechazo que le provocan esos organismos autodenominados “ecologistas” que, sin tener la valentía de arrojarse a la arena política en igualdad con los demás postulantes de ideologías e idearios, con los riesgos y responsabilidades reales que ello acarrea, postulan sobre el bien y el mal sentando cátedra al respecto. Según él, esas organizaciones han tomado al asalto la sociedad con idéntica estrategia a la que en el pasado pergeñaron las diversas religiones monoteístas, tan denostadas hoy en día en occidente. Se arrogan como únicos profetas de una verdad eterna, absoluta e indemostrable: el camino para lograr la supervivencia del hombre y el mundo. Usan los mismos métodos y herramientas tan criticadas si se refieren a las religiones. Amenazan con el castigo eterno –el fin del mundo a través de la hecatombe ecológica- a quien no se plegue a sus designios. Como autonombrados sacerdotes de la diosa Era, son los únicos con derecho a decidir qué debe hacerse y cómo debe hacerse para que el hombre no destruya a la naturaleza y, por ende, a si mismo y sus futuras generaciones. Bajo tal admonición obtienen de los gobiernos –al igual que la iglesia logró el diezmo- subvenciones opacas sota las cuales, un ejército bien adoctrinado vive regaladamente de tan hermosas prebendas libres de impuestos. Desde el nuevo púlpito de las televisiones nos bombardean con informaciones pseudocientíficas e incompletas que acentúan las apocalípticas visiones, de las cuales, ellos –exclusivos valedores del equilibrio ecológico- son los únicos posibles redentores. Nos aterrorizan con la desaparición del hielo del ártico, pero se olvidan de informarnos de la acumulación masiva en el antártico. A mi amigo le recuerdan a Malthus, cuando según él, a estas alturas el hombre ya habría agotado todos los recursos naturales del mundo y se habría extinguido. Los mensajes son innumerables y pecan de interesadamente parciales. (Capa de ozono versus tormentas magnéticas del sol, etc). Es evidente que hemos de proteger el mundo de nuestra propia codicia, que duda cabe. Lo que a mi amigo produce aversión obsesiva es que, bajo ese pretexto, unas organizaciones que no dan cuentas a nadie, se aprovechen del miedo ante lo catastróficamente indemostrable para enriquecerse a cuenta de nosotros. Su propuesta, resumía, es que sus ingresos pasen a estar sometidos al mismo régimen fiscal que los de los demás y que se les quiten las prebendas económicas, políticas y propagandísticas de las que actualmente gozan para que no culminen su intento de convertirse en los nuevos inquisidores de la sociedad, quienes, como siempre, sólo han de rendir cuentas ante su Dios ecológico y no ante los hombres.

Tras escucharle, entre divertido e interesado, y reflexionar después, he de reconocer que, si bien no todos sus argumentos me parecieron contundentes, sí llegué a una conclusión. No diré que también soy ecofóbico, por encontrar un tanto irracionales los temores de las fobias, pero sí tengo clara una cosa: me encuadro dentro de los ecólogos -que cultivan la ecología- y fuera de los ecologistas –que propugnan dicha defensa-. El matiz no es baladí.

Literatura

El Golem

Bodegón

Su fobia –me aclaró- venía originada por el rechazo que le provocan esos organismos autodenominados “ecologistas” que, sin tener la valentía de arrojarse a la arena política en igualdad con los demás postulantes de ideologías e idearios, con los riesgos y responsabilidades reales que ello acarrea, postulan sobre el bien y el mal sentando cátedra al respecto (...)