Luke nº93 Febrero 2008

Un lugar en un planeta con luna.

“Basta una milla de mar para tener una idea del infinito”
Charles Baudelaire, (Apunte de los cuadernos).

Contrariamente a lo que cualquiera de nosotros pudiera pensar de antemano, el lugar en el que se ubica esta historia es prácticamente desconocido; y eso que llevamos años caminando por él y son pocos los días en los que no nos detenemos, al menos unos segundos, para contemplarlo desde las ventanas de nuestra casa, oculto entre edificios que le han robado la línea de su antiguo horizonte marino y lo han convertido en una pequeña Babel de rostro urbano. Lo seguimos llamando Santurtzi aunque su aspecto se parezca ya muy poco al de los Sant Yurdic, Santiorde, Santurye, Santurce o a cualquier otro nombre que llevara en otros tiempos, dentro de las 17denominaciones diferentes que le han precedido. Pero es inevitable, los lugares, como las personas, cambian, son de naturaleza fugaz; sólo encuentran un sitio permanente en el mundo cuando son capaces de evocar recuerdos que perviven en la memoria y la imaginación de la gente. En esto, los seres y los lugares reales nos asemejamos a los seres y los lugares imaginarios, no existimos porque tengamos un nombre, sino que lo hacemos mientras resistimos al olvido; dependemos de la fascinación y la curiosidad ajenas.

Ser de Santurce es un hecho azaroso, no más ni menos importante que ser de Monrovia, Alburquerque o Baikonur. Pero, lo queramos o no, es también un hecho que conforma parte de lo que somos; nuestra identidad está hecha de trozos de memorias propias y ajenas que pululan por el aire que respiramos. Representamos al unísono continuación y novedad. Vemos el mundo aupados en los hombros de los que nos precedieron y experimentamos nuestro propio tiempo respondiendo a la renovación de algún asombro.

Acabamos de poner los dos pies en el tercer milenio navegando en esta pequeña nave terrestre que cada 365 días da una vuelta a un luminoso astro melenudo, al que miramos a la cara por el día y damos la espalda por las noches. Lo hacemos girando en una órbita elíptica que recorre un inmenso vacío entre el blanquecino Venus y el rojizo Marte, hacia el que probablemente, en este mismo siglo, se envíen las primeras naves tripuladas. Habitamos en un rincón perdido de una frágil esfera que, desde el espacio exterior, parece un bello zafiro azul; en un punto microscópico sobre el que habría que aplicar una lupa prodigiosa para que pudiera reconocernos algún astronauta. Somos algo demasiado pequeño, casi insignificante a la luz de esas grandes dimensiones que anuncian el futuro, Nuestra única importancia está en nuestra propia memoria, sin ella solamente somos una micra de polvo.

Quizás por eso los hombres han cultivado la memoria desde la antigüedad, contándose historias alrededor del fuego de padres a hijos. Por eso, desde siempre, se han ido trasmitiendo de unos a otros memorias, leyendas y mitos. Pero de un largo tiempo a esta parte, sometidos a las exigencias y las urgencias que dicta la vida moderna, hemos ido dejando de practicar esas sanas costumbres: el pasado se pierde, los abuelos ya no cuentan las historias del lugar a sus nietos, y los personajes reales o imaginarios que habitaban esas viejas historias desaparecen convertidos en espectros errantes, sin saber quiénes son. Se ponen delante del espejo y comprueban que ya no reflejan ninguna imagen en él; se vuelven desconocidos, condenándonos a pasear en soledad por un paisaje que se puebla de nombres que no nos dicen nada.

Decimos Santurtzi y lo mismo podríamos haber dicho Eirunepé o Jullundur. Nos hemos perdido en un lugar situado en algún punto aparentemente invisible de un planeta con luna.

Opinión

Enrique Gutiérrez Ordorika

sol

Somos algo demasiado pequeño, casi insignificante a la luz de esas grandes dimensiones que anuncian el futuro, Nuestra única importancia está ennuestra propia memoria, sin ella solamente somos una micra de polvo (...)