Luke nº92 Enero 2008

De por qué no existen los unicornios ni otros animales fantásticos (o de cómo a veces los hijos de los hombres frustran los planes divinos)

“Quizás es el único dios que nunca ha hecho el amor, entre todos los dioses de todas las religiones de la historia humana.”
Eduardo Galeano.

“Señaló con su dedo lo vedado
mostrándome la gracia del delito.”
Máximo Hernández.

A José María Durán

Ultimados ya los preparativos para el viaje, comenzó el Diluvio Universal. No tardaron las aguas en crecer y en columpiar el arca tan marineramente como cabía esperar del plan divino. Una pareja de cada especie animal y la familia de Noé se dispusieron a sobrevivir a lo que sería un año de convivencia en recinto tan estrecho. Y tanto crecieron las aguas que superaron en quince codos los altos montes de debajo del cielo, y toda carne que bajo el cielo tenía hálito de vida pereció, conforme a los propósitos de Yavé. Los hijos de Dios se habían estado mezclando últimamente con las hijas de los hombres y el Señor estaba desazonado. La estirpe de Caín, marcada con el signo del pecado, había corrompido con sus pecados y su sangre a los descendientes del buen Set. Y es que mientras éstos habían ofrecido a Yavé los frutos de sus huertos en sacrificio durante generaciones, los cainitas y aquéllos a quienes habían contagiado sus vicios y su color se habían dedicado a actividades estériles e impías como la fundación de ciudades, el fomento de la ganadería, la creación de la música y la poesía, la invención de la metalurgia y, sobre todo, la práctica de la poligamia. Incluso sus cuerpos broncíneos eran pecaminosamente hermosos. Sólo Noé, pues, halló gracia a los ojos de Yavé cuando éste decidió extirpar tan bastarda progenie de sobre la faz de la tierra. De este modo el hijo de Lamec y nieto de Matusalén se había encontrado con el encargo de construir un arca de maderas resinosas muy meticulosamente diseñada y habitarla con su familia y con un macho y una hembra de cada especie animal de las que aún hoy, gracias a la previsión divina, señorean la tierra.

Y no había sido tarea fácil. El bondadoso patriarca y sus tres hijos habían recorrido todo el Creciente Fértil en busca de parejas de las bestias, las aves y los reptiles conocidos, y el pasaje ya casi estaba completo y las provisiones fletadas cuando Yavé recordó a su elegido que, si bien la inspiración divina no iba a ampliar los conocimientos geográficos del futuro autor del Génesis, no por ello el mandato excluía los animales que poblaban los continentes más lejanos: “de todo viviente y de toda carne meterás en el arca parejas para que vivan contigo”. Por consiguiente, Noé no podía conformarse con leones, gacelas y demás castas veterotestamen-tarias, sino que debía peregrinar con sus hijos a lo largo y ancho de cinco enormes continentes que ignoraba enteramente y capturar y transportar parejas de, por ejemplo, tímidos ocapis, uros susceptibles o escurridizos ornitorrincos. La tarea fue larga y costosa; no por nada contaba Noé seiscientos años de edad cuando al fin comenzó el Diluvio.

El gobierno de algunas especies suscitaba particulares obstáculos. Con la tenia, porque el metódico Yavé también había mencionado los animales impuros, el quid no residía en encontrarla, sino en decidir quién iba a ser el afortunado huésped del platelminto, ya que la solitaria adulta coloniza preferentemente el intestino de los humanos. Tras echarlo a suertes, correspondió a la mujer de Jafet ingerir la carne cruda de una ternera que un albéitar había previamente certificado como portadora de los cisticercos adecuados. La voracidad desmesurada de la mujer indicó al poco tiempo que el achatado gusano se encontraba bien de salud; y como las tenias son hermafroditas, al menos no era menester infectar a nadie más para cumplir la orden de Yavé.

Casi irresoluble había sido, por otro lado, el problema planteado por el unicornio, pues es sabido que sólo tolera el contacto de la mujer virgen y, por tanto y dado que las hijas de Dios se habían mezclado últimamente con los hijos de los hombres más de lo conveniente para la conservación de su doncellez, hizo falta buscar varios meses antes de encontrar una adolescente, feísima por cierto, que pudiera atraer al astado équido. La hembra del unicornio, en cambio, resultó bastante más sumisa cuando se la hizo entrar en el arca.

Otros animales ofrecían dificultades a la hora de adaptarse a su provisional habitación en el zoo flotante. A causa de la mantis religiosa, por ejemplo, se quebraron las cabezas el patriarca y toda su familia hasta que Sem se percató de la naturaleza del enigma. Noé había capturado y alojado en una pequeña grillera de mimbre que había tejido su mujer hasta diez parejas de mantis sucesivamente, pero siempre ocurría lo mismo: en cuestión de días el macho desaparecía. Sem, que era el más leído de la familia, recordó haber escuchado que la mantis hembra devora a su macho inmediatamente después del acoplamiento o incluso ya durante el mismo acto, así que la solución fue tejer una segunda grillera.

Salvo en el caso de la mantis y en algún otro en que el contacto hubiese hecho peligrar el buen éxito de la misión de Noé y su familia, todas las parejas y todos los animales compartían el escaso espacio que encerraba la nave sin otras limitaciones que las impuestas por las mismas condiciones de su supervivencia: los herbívoros separados de los carnívoros, los huéspedes de aquéllos de sus parásitos que les resultasen mortales o dañinos en demasía, los animales de gran tamaño de los más pequeños a quienes pudiesen aplastar durante sus naturales evoluciones; pero, en su sabiduría, Yavé había ordenado la estructura del arca en tres cubiertas, y los hijos de Noé trabajado duramente en su compartimentación.

La relativa promiscuidad posibilitó que numerosas parejas procreasen durante la navegación, incluso varias veces ya que la flotación del arca duraría un año, o muchas en el caso de los roedores e invertebrados más prolíficos, lo que causó con el paso de los meses alguna que otra plaga muy molesta en el interior de la embarcación; pero permitió combatir, por otro lado, el apetito desmedido de la mujer de Jafet merced a los lechazos, cabritos y cochinillos engendrados en el fecundo vientre del arca. Eran espectáculos frecuentes el de las parejas copulando o el de las felices madres alumbrando mareadas bestezuelas, y esto a Noé no le parecía demasiado edificante para los hijos de Dios (vale decir, los suyos), pero las condiciones de la travesía no admitían otra solución.

Jafet, por su parte, no sólo encontraba poco edificante aquel continuo y público ayuntarse, sino que, además, por su causa se veía sometido a extremos de lujuria que su mujer no podía mitigar, permanentemente ocupada en saciar un apetito en absoluto venéreo, provocado por la presencia en su intestino delgado de la tenia; que, a juzgar por el buen saque de su portadora, debía medir ya diez o doce metros. La visión del apareamiento de los conejos no es especialmente excitante, dada su brevedad. Los periquitos ofrecen al espectador una tierna danza en que el macho corteja durante horas a la hembra hasta que ella accede a ser pisada, él la abraza con el ala, ella tuerce hacia atrás el pescuezo para presentarle su pico entreabierto y él la besa –cuanto permite la carencia de labios– mientras dura su encuentro; y, terminado éste, ambos se alivian las tensiones atusando durante unos minutos su plumaje y se quedan luego como adormecidos. Jafet se relajaba, si cabe, en la contemplación de los periquitos; por el contrario, el viril relincho del garañón y la ostentosa lujuria del toro, en los que la sexualidad no puede disfrazarse de ternura, le ponían muy cuesta arriba tolerar la castidad a que el hambre canina de su esposa, es decir, del desagradable inquilino de ésta, lo obligaba.

La noche del día cuadragesimocuarto andaba torionda la vaca, y el mugiente abrazo de la pareja bovina tenía especialmente afligido a Jafet, que no sabía dónde poner los ojos. Cansado de solicitar infructuosamente a la infecta de su mujer, el menor de los hijos de Noé estimó suficientemente incitante el orificio de la hembra del unicornio, que se encontraba en ese momento rumiando tranquilamente cerca de su pesebre, y se le figuró que despedía cierto estimulante tufillo a hipómanes. Ya había aprontado Jafet un escabel para alcanzar su lúbrico objetivo y pasaba a remangarse la túnica cuando la atractiva equina volteó la cara, lo miró de hito en hito como calculando distancias y, sin aguardar mayor requerimiento, le propinó una coz espantosa en los mismos órganos que habían originado todo aquel estado de cosas y que a punto estaban de disgustar gravemente a Yavé. A los gritos de dolor acudió toda la familia del patriarca. Una vez que el hermano hubo sido atendido y examinado el cuadrúpedo, Sem aclaró, mientras señalaba a la yegua cornígera para no ofender al corrido Jafet, que pese a su aspecto no se trataba de animal alguno, sino de un hijo y una hija de los hombres que, a salto de mata, habían conseguido sacrificar y desollar a la verdadera hembra del unicornio y se habían disfrazado eficazmente con su pellejo a fin de eludir el castigo que Yavé había dispuesto para los de su raza. Noé dictaminó que el decreto divino excluía amparar una pareja de polizones encuerados, simuladores y más o menos negros, y que, además, la notable belleza de los cainitas podría mover a confusión a sus hijos y nueras y hacer que los hijos de Dios (o sea, los suyos) volvieran a mezclarse con las hijas de los hombres o viceversa; así que ordenó colocar una plancha sobre la borda y, entre todos, los arrojaron al agua sin fijar mayor consideración en el hábeas corpus.

Sin una hembra a la que ofrecer sus adornos, el unicornio había de languidecer tras el diluvio hasta el final de sus días; ésta es la razón por la que se extinguió su género. Jafet no volvió a manifestar tendencias hipomaníacas, ni lujuriosas en general, durante el resto de la flotación del arca, a causa tanto de la vergüenza sufrida como de la intensa orquitis que le produjo la coz del falso equino. Ello impidió que resultase tentado por la escamosa entrepierna de la dragona, por el sexo gallináceo de la hembra del basilisco o por la rizada y cálida grupa de la grifa. Cuando Noé hubo pisado de nuevo la tierra y alzado un ara, Yavé los bendijo a él y a los suyos, diciéndoles: “Procread y multiplicaos y henchid la tierra y dominadla. Hago con vosotros pacto de no volver a exterminar a todo viviente y de que nunca más habrá un diluvio que destruya la tierra”. Y un arco burlón engalanó el cielo y sus muchos colores se reflejaron en la misma tierra aún húmeda.

Otros

Juan Luis Calbarro

Unicornio

La relativa promiscuidad posibilitó que numerosas parejas procreasen durante la navegación, incluso varias veces ya que la flotación del arca duraría un año, o muchas en el caso de los roedores e invertebrados más prolíficos, lo que causó con el paso de los meses alguna que otra plaga muy molesta en el interior de la embarcación (...)