Luke

Luke nº 101 - Diciembre 2008
ISSN: 1578-8644
A. Morales Cruz

Puesta en escena con García Márquez y Julieta Venegas.

Estoy. Me subo a un bus con aire acondicionado. Hay pocas personas. No más de diez. Es reconfortante viajar en un sueño, sin pesadillas, lo contrario a como es un sistema de transporte latinoamericano. Por fin llegamos a Macondo y ahí está Gabriel García Márquez, dos tipos de las FARC a los que no puedo ver las caras, el presidente Uribe, sentados jugando dominó. Me invitan, pero les digo que más tarde. Porque estoy realmente embelesado oyendo a Julieta Venegas, que ha sido invitada y canta bajo la sombra verde del árbol donde estamos. Su melodía se pone azul como el cielo, hasta que no puede más y me pasa con disimulo un papelito achurrado: "Me tienen secuestrada". Entenderán que casi me ahogo con el trago y todos me miraron, menos García Márquez, que parecía tener un buen juego próximo a ganar.

Julieta continuaba cantando sus canciones más tristes. Las mismas se "apolismaban" como los mangos que estaban en el suelo. Pero su interpretación me gustaba igual. Siempre la escuché en esa forma antes y después del secuestro.

Así estamos hasta que, como siempre en el trópico, se oye tronar el cielo y comienza una lluvia a caer. Veo que todos se mueven en distintas direcciones, hacia unos ranchos que están a grandes distancias, como si a cada uno le hubieran dado números (como los que dan cuando vas a la sección de quesos del súper) y ya supieran dónde dirigirse, menos yo. Por eso pregunto, les grito que me ayuden, pero no, todos corren de prisa sin prestarme la menor atención. Me quedé sin número, pensé.

Al rato la lluvia "cesa", como se dice, y en un cielo despejado se oye la resonancia de unos truenos de lejos. Muchas nubes se van escapando hasta quedar desnudo el firmamento, yéndose las nubes hacia otro país porque todo quedó blanco como un papel.

A mi alrededor platos, botellas, dominós, las mesas ladeadas, las sillas tiradas en un "changuatal" de lodo debajo. No hay visos de nadie en el acampado. Pero no, Julieta está arriba en el árbol, desnuda con una manzana, ven –me dice– aquí todos somos sospechosos, da igual. Y me tira un trapecio, hacemos dos saltos mortales y un público inventado aplaude. Pasan los días, hace mucha hambre y peleamos la mitad de la manzana. Ella se cae, le doy respiración boca a boca y aparece un Mercedes blindado que abordamos con recelo, pero es tan lujoso que no lo rechazamos. El vehículo toma por todos los caminos de lodo cruzando la selva hasta llegar a Monte de Dios, una urbanización en la montaña pintada como con pilotos de colores. Un señor de la tele nos acerca el micrófono y escuchamos aplausos cuando nos dan las llaves de su "nuevo hogar", que muy incondicional se han ganado, gracias a Tide, su detergente. En adelante, todo lo ganaremos por concursos televisivos hasta que nos vayamos haciendo feos y viejos. Con más de treinta años de besarnos ya no nos recuerdan sino en raídos CD que intercambian románticos fans de baladas, en las noches que las estrellas son puntos de azúcar.

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