LUKE nº 88

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Opinión

Calbarro y Kahlo

Luis Ingelmo

Frida Kahlo

Me he quedado con cara de pasmo al leer una reseña de Juan Luis Calbarro sobre Frida Kahlo, y no por la reseña en sí -breve, pero jugosa- sino por el asunto de la Kahlo que (al menos así me lo parece a mí) me viene persiguiendo desde hace unos cuantos años. Yo a la Kahlo, a su obra, quiero decir, la consideraba como una de esas pintoras que echan los bofes, las lágrimas, la rabia de juventud sobre el lienzo, igual que hacen los poetas durante la adolescencia, que escriben con toda su pasión y convicción pero con malas maneras o falta de organización general (o visión de las cosas). En fin, casi no hace falta detallar a qué me refiero: cuadros (o poemas) que mejor haríamos si los quemásemos, pero que preferimos leérselos a amigos, vecinos, tíos, primos y ex-novias, como si con ello nos fuéramos a ganar el aplauso general, algo que, por otra parte, nos ganamos, claro, pero como compromiso social por no hacernos caer en el más insondable de los bochornos. Por debajo se sonríen todos, por sus adentros les recorre una mezcla de tedio y sorna, pero lo que a nosotros nos dejan ver es una condescendiente complacencia. Algo así es lo que me transmitían a mí los cuadros de la Kahlo: bochornosos por lo confesionales de su tema.

Entonces sucedió que me fui a vivir a Chicago, y allí tuve alumnos y, sobre todo, alumnas mexicanas. No estoy seguro del todo de cómo fue, pero en algún momento, después de conocerles mejor, de escuchar sus historias, las historias de sus padres y abuelos y familia que quedó allá en México, y ellos emigrados a las nevadas praderas del Medio Oeste americano, fue entonces cuando se me prendió una luz que conectó lo que ellas me relataban y las pinturas de la Kahlo. Entonces dejaron éstas de tener un carácter confesional para mostrarse como pintura colectiva: una mujer mexicana, generalmente delegada a un segundo o tercer o cuarto plano, después del hombre, después de los ancestros, casi después de los perros del rancho, hablaba con la voz de todas las mujeres mexicanas, de todos los pueblos indígenas incluso, y lo que aparentaba ser un desarrollo personal y obsesivo se transformó en la voz de quienes no tienen voz. Algo así como los relatos de Rulfo, o como sus fotografías en blanco y negro. La voz y los ojos de quienes están mudos y ciegos porque nos les dejan ni hablar ni mirar ni ver ni casi vivir.

Se me ocurrió, al caso, llevarles a mis alumnas algún libro sobre la Kahlo, y compré algunos que me parecieran más ilustrativos, fijándome más en la calidad de la imagen que en el brillante texto de algún erudito, y de entre ellos destacaba el de Taschen, claro (el de ella y el del elefante de su marido -cito a la madre de Kahlo con motivo de la boda de ambos: el matrimonio de una paloma y un elefante, dijo entonces-), y aunque Rivera no despertaba ninguna pasión entre mis alumnas, las pinturas de Kahlo fueron pasando de mano en mano. Después busqué algún documental, que encontré, y lo convertí todo en una sesión de clases: primero hablábamos -aprovechando la mezcla de mexicanos y afroamericanos en mis clases-, después veíamos el libro y el documental, y por fin me los llevaba al museo de arte mexicano que hay en la Villita, en el barrio mexicano de Chicago, y que, además, coincidió entonces que atesoraba una buena muestra de arte de Oaxaca -alfarería, sobre todo, de barro negro, típico de la zona-, lo cual les llamó mucho la atención. En fin, traté incluso de llevarles Frida, la película con Salma Hayek interpretando el papel de la Kahlo, pero como enseña demasiada carne femenina, me quedé con las ganas. La normativa sobre lo que se proyecta en el aula de las escuelas públicas de Chicago es estricta -y tratada como delito si no la observas a rajatabla-, de modo que me limité a alquilarla para que la pudieran ver en sus casas aquellos a quienes les interesase. Al final, antes de venirme para acá, regalé los libros, las cintas de vídeo, todo, a las alumnas que más interés habían puesto. Y no fueron sólo las mexicanas, porque buena parte de las chicas negras también se identificaban con las cuitas que la Kahlo desplegaba en sus pinturas, además de que me hacían saber que el rostro de la pintora les parecía de lo más hermoso, tan doloroso y terrorífico como inquietante y plástico, las cualidades propias del misterio, que atrae tanto como repele. Toda una grata sorpresa para mí, desde luego.

El caso es que, una vez de vuelta en Zamora, no sé bien cómo ni por qué, a mi mujer le empezó a interesar la obra de la mexicana, de modo que busqué y me hice con un ejemplar del librito de Taschen, que lo recordaba como el que más me había llegado a mí como amateur de la pintura. Y ahora viene Juan Luis Calbarro con sus comentarios, que me hacen pensar en lo que, de alguna manera, estaba latente por algún sitio de mis memorias americanas, esa mezcla de lo que se quiere recordar y olvidar.