LUKE nº 88

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Opinión

En la infancia todo es absoluto

Enrique Gutiérrez Ordorika

Niños

Hace falta una suerte infinita para que al lanzar al aire un dado de infinitas caras sea precisamente la tuya la que quede boca arriba encima del tapete. Una suerte tan inmensa como ésa nos trajo a este mundo. Procedemos de la acumulación de una serie infinita de hechos improbables, que se resumen, finalmente, en la conjunción de un instante, un óvulo y un microscópico espermatozoide que nada entre millones de hermanos gemelos, cuyas caras también estaban en el dado que giraba en el cubilete pero no quedaron boca arriba encima de la mesa. Aunque las posibilidades geográficas no son infinitas, el lugar en el que el dado se para es, sin duda, también un suceso azaroso: una vez lo hace en Soria, Cochabamba, Ulán Bator, Murmansk, Nairobi o en un Santurtzi desconocido. Pero estos son descubrimientos posteriores. El primer aterrizaje se hace en la infancia y en la infancia el lugar y el tiempo no importan, tienen valores absolutos. Como señala Eduardo Apodaca en Introducción a la Tierra: La infancia es la eternidad. Uno no se pregunta entonces cómo ha nacido o cómo ha venido. Simplemente cree que siempre ha estado aquí, que sólo existe un lugar, y el futuro tiene tantas posibilidades que el tiempo es infinito. Aunque vividos de forma inconsciente, en la infancia, paisaje, personaje y suceso integran la misma cosa, forman un todo indisoluble con nosotros. Quizás por eso lo que acontece entonces parece tan denso y las emociones perduran a través de una voz que nos habla al oído y me recuerda que no hace mucho existía un Santurtzi diferente. Un Santurtzi cruzado por caminillos de hierba, salpicado por pequeñas campas en las que se jugaba al hinque cuando el agua de lluvia ablandaba la tierra, y donde a falta de consolas eléctricas se aplicaban tecnologías manuales como las del güito del alberchigo para tirar desde una raya a meter en un hoyo gritando arriba la güesada y, aunque hoy parezca mentira, se podían hacer dos porterías con piedras en medio de la calle sin que el tráfico interrumpiera apenas el partido. La palabra goro era de uso habitual en los regatos en los que se jugaban los cromos a las canicas. El más apreciado era Iribar. Los llamábamos santos, aunque eran de papel y no tenían nada que ver con los de las iglesias. Entre ellos estaban Vava en el Elche, Lapetra en el Zaragoza, un negro exótico llamado Waldo en el Valencia, un calvo eterno, que se llamaba Irulegui y jugaba en el Pontevedra y un jovencísimo Lavín en el Athletic al que truncó la mala suerte. Todas estas pequeñas cosas también formaban parte de aquel Santurce al que la memoria tiende a idealizar y en el que, seguramente, los santurzanos de hoy encontraríamos muy incómodo vivir. Y sin embargo al evocarlo descubrimos que cuando nos tocó vivirlo sembró en nosotros un notable encanto. Mi abuela  a veces cuando hablaba del Santurce de su niñez, un Santurce mucho más necesitado que el mío, solía decir con auténtica convicción : "¡Qué bonita vida era aquella!"  Esto último me sugiere que el paso del tiempo cambia de gusto en los nombres de las mujeres. Todos recordamos a quienes nos ayudaron a dar los primeros pasos por ese lugar en el que el dado mostró nuestra cara en el tapete. Los nombres de las mujeres ahora son más suaves, alguien dirá que más bonitos, pero los que yo añoró son: María Dolores, Ernestina, Milagros, Lola y Ricarda. Tú lector, tendrás otros con los que nombrar el lugar de una fotografía en blanco y negro. Pero este fragmento se acaba, y en la infancia la nostalgia no existe, en la infancia todo es absoluto.