LUKE nº 88

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Literatura

La muerte de Umbral

Ángel Ruiz Cediel

Francisco Umbral

La muerte de Francisco Umbral (Francisco Pérez, para los naturales) tiene muchas lecturas, como sin duda su obra las tuvo para quienes la interiorizaron. Para muchos es cuestión de lamento, pues que las letras patrias pierden a un relator de su modernidad, a un formal escritor de ágil pluma e ingenioso verbo que supo afincarse en el rincón cheli de una parte de la realidad que le tocó vivir; para otros, fue un famoso que supo medrar y desenvolverse en el espectáculo literario, adoptando en cada instante de su vida el modo que mejor le convenía: fue rojo cuando molaba y azul ultramarino desde que le convino; y para los demás, o un famoso del montón, o un escritor sin mucho ornamento ni demasiado fundamento, fuera de esa plástica de don Juan de imitación. En cualquier caso, descanse en paz.

No faltarán en estos días -nunca faltan- emocionados discursos que ensalcen su devenir o su obra: la muerte mejora a quien la padece, porque quien la plañe se hace foto y titular, o porque nada más quiere contrapago semejante cuando llegue su hora. No; no faltarán encomiadores que sobre el ataúd pongan orlas de loores y derramen lágrimas de plastilina, como no faltarán ediciones póstumas o recopilatorias que extraigan de la tristeza de sus fieles la esencia misma del ámbito literario al que este escritor con tales desvelos sirvió: el mercantilismo que todo lo aprovecha.

Que tuvo devotos Umbral se calla por sabido -hasta el padre Apeles los tiene-, pero tampoco ha carecido de detractores. Difícil cuestión es saber cuántos de los unos y de los otros hay, o de qué calidad son aquellos y estos. Aunque refrenados por el respeto a la muerte ajena, abundarán los escritos y los artículos que exuden alivio e incluso aplauso (envidia, lo nombrarán los deudos), no por la muerte del hombre -nadie la podría desear-, sino por la disolución de parte de lo que para muchos es un trombo literario que decenios lleva impidiendo que fluyan las letras por las arterias sociales con algo de contenido y nuevos nombres, con sangre fresca. Un coágulo que incontables lectores, autores, críticos y amantes de la literatura como arte han comprobado impotentes que en España sólo con la muerte se disuelve: Cela, Umbral..., y los que van estando en el disparadero. Para muchos, y probablemente en mayor profusión que el elenco de los admiradores, este conjunto de escritores representa la perversión tuhareg de la ideología, la mercantilización del pensamiento y la creación literaria, y la degradación del Arte a un producto de consumo. Aplausos habrá también, pues, entre sentidas o fingidas lágrimas, para este escritor extinguido, como los habrá cuando se disuelvan los otros que conforman la Generación Tapón. Un error de la pasión, al menos en parte, pues que su divismo y endiosamiento no sólo puede achacárseles a ellos, sino que lo grueso de la responsabilidad cae sobre las editoriales para las que trabajan (más es eso que figurarles artistas o creadores), y aun sobre los críticos alquilados que con tan escasos méritos les ensalzaron.

La sociedad siempre ha precisado modelos y reformadores, así para conformar las conductas como los gustos estéticos o de pensamiento, y, en este sentido, Umbral fue un escritor-herramienta. A nadie puede extrañarle que haya quien no llore una pérdida que para ellos no es otra cosa que la caída de un obstáculo. No tardará el sistema en reponerse de su pérdida (bastarán unas cuantas ediciones y puede ser que un lanzamiento en fascículos que expriman bien el evento), y enseguida crearán otro divo para ponerle frente a los flases y las cámaras, probablemente escoltados por lo más principal de la sociedad, en fiestas de mucho glamour y mucha pasta. Así se moldean los golem de la literatura.

En los jóvenes años de Umbral, en aquellos 60 en que arribó a Madrid desligándose del mecenazgo de don Miguel Delibes, el Estado promovía a los jóvenes rojos con inquietudes literarias a puestos de divismo a cambio de un retinte de su ideología, fruto de cuyas maniobras es esta sociedad que habitamos, sin discurrimientos, entregados en cuerpo y alma al dinero. «Yo vengo aquí a hablar de mi libro», es un epitafio que sirve para muchos de los gurús literarios que perecieron o aún sobreviven: vengo a hablar de mí, de mi ego, de mi pasta, porque lo demás no me importa. Véase la televisión (Telemeadrid). Escritores que quisieron ser autores, pero que sólo pudieron imitar a los genios (ya sea en sus modas, estilos o tendencias maritales), figurándose que así estaban a la misma altura. La Literatura , sin embargo, es más que eso.

Umbral ha muerto, aunque el Pérez que fue le precedió algunas décadas. Lo sacrificó para crear al ídolo, al escritor de moda, al buscador incansable de entrevistas y aun de improperios mediáticos que le tuvieran en candelero. Pero el tiempo todo lo cura, y la Literatura puede medirse, pesa, tiene aliento; y, entonces, cuando imparcialmente se haga, cuando se extinga por completo esta raza trombósica, cuando se sequen las lágrimas y se acallen los vituperios, cuando se pueda valorar sin apasionamientos estos años literarios que median entre los infaustos cincuenta y estos días de lutos y esquelas, tal vez comprenderemos que, salvando a la poesía y a los poetas, lo mejor sería arrancar de cuajo todas las páginas de los libros de texto que estudian esta época, y olvidarnos de ellas.