LUKE nº 89

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Literatura

Zarzalejo Blues

El futuro de la humanidad

Sergio Sánchez-Pando

The road

Las fabulaciones sobre el futuro de la humanidad al margen de intervenciones exteriores -sin alienígenas ni extraterrestres- adquieren tonos cada vez más inquietantes, no sólo porque a menudo los humanos se erigen en la mayor amenaza para su propia supervivencia sino porque los escenarios apocalípticos que proyectan, hasta hace poco el fruto de imaginaciones desbordadas o de elaboradas propuestas en busca de interpretación, se antojan más y más plausibles, menos objeto de ficción, como si se hubieran colado en el presente, infiltrado en nuestro día a día.

Los escenarios apocalípticos han dejado de ser proyecciones inalcanzables, fantasiosas, para hacerse palpables, la probable consecuencia de nuestros actos cotidianos: contaminación, deforestación, generación de residuos, dilapidación de recursos. La humanidad como agente de su propia destrucción toma carta de naturaleza a través del cambio climático (¿para cuándo una versión en clave de ficción de Una verdad incómoda, el documental presentado por Al Gore, protagonizada por las más rutilantes y concienciadas estrellas de Hollywood: DiCaprio, Pitt, Jolie, Clooney, Gere, Sarandon, al modo de las superproducciones catastrofistas de los años setenta tipo El coloso en llamas o Terremoto?), un fenómeno difícil de calibrar de forma individual que se hace tangible a través de medios y opiniones autorizadas y que condiciona cada vez más nuestras vidas.

El riesgo de hecatombe nuclear, relegado en los últimos años por el de la amenaza climática, no se resigna a la pérdida de protagonismo y ultima su regreso de la mano de personajes como el presidente iraní, Mamud Amadineyad, decidido a hacer saltar las costuras del maltrecho equilibrio de poderes en Oriente Medio gracias a su empeño en dotar al ejército de su país con la bomba atómica. La imagen que se nos ofrece del personaje roza la caricatura -aspecto que comparte con su máximo antagonista en Occidente-, ni si quiera daría la talla como villano en una película de James Bond. Su amenaza, sin embargo, es tan real como la perspectiva de una estampida generalizada en pos del arma nuclear en el área más volátil y estratégica del planeta.

Todo parece apuntar hacia un futuro no lejano en el que los retos para la supervivencia humana se agigantan y multiplican. No sería extraño que los alienígenas pronto se erijan en la gran esperanza de la humanidad a fin de evitar su autodestrucción. Pero de momento la imaginación humana bastante tiene con anticipar toda clase de escenarios pre o pos apocalípticos. Al menos así se deduce de recientes incursiones en la ciencia-ficción por parte de fabuladores habituados a moverse en otros ámbitos.

Pese a su indudable interés, la película Hijos de los Hombres pasó casi desapercibida tras su estreno el pasado año. Basada en una novela de P.D. James y dirigida por el mexicano Alfonso Cuarón (conocido en nuestro país como el realizador de Y tu mamá también), especula sobre el declive de la raza humana a raíz de una pérdida de fertilidad generalizada. Aunque la premisa resulta poco verosímil, al menos proyectada en un futuro próximo -la acción transcurre en el año 2027- y la cinta adolece de ciertas limitaciones -la esperanza que se abre paso a lo largo del film queda demasiado difuminada y la banda sonora renuncia a la búsqueda de fórmulas con que llenar un hueco de veinte años-, el estado de desconcierto, de confusión global, en el que se mueven los personajes resulta lo bastante efectivo para provocar el desasosiego en el espectador. Es como si la causa que conduce al caos colectivo fuera lo de menos ante la posibilidad de reconocerse en un orden social que se desmorona mientras se abren paso los instintos más primarios ligados al afán de supervivencia.

Ésa es precisamente la opción elegida por Cormac McCarthy en su última y premiada novela, La carretera (The Road): obviar la naturaleza de la amenaza que devastó el planeta y dejarla al gusto del lector, dotándola así de un influjo más poderoso. Un padre y su hijo, dos seres exhaustos, asustados, ateridos de frío, luchan por sobrevivir en un paisaje envuelto en cenizas. Bajo cielos sin sol, entre la penumbra y la oscuridad, siempre alerta ante la amenaza encarnada en los demás supervivientes, padre e hijo caminan en busca de la costa con la vaga esperanza de que allí no haga tanto frío. El padre carece de respuestas con que satisfacer la curiosidad del niño. Éste sólo conoce el escenario de desolación, mientras que la madre, incapaz de aceptar la situación -si algo cabe reprochar a McCarthy es la debilidad o práctica ausencia de personajes femeninos en sus novelas-, al poco de dar a luz optó por el suicidio. El padre renuncia a hablar de ese otro mundo que conoció pues nada tiene que aportar a su hijo y ya tampoco a sí mismo. Su memoria y experiencia tienen sólo un fin utilitario: procurar la supervivencia del niño. McCarthy se sirve de una prosa austera, desnuda, reducida a la mínima expresión -ausencia casi absoluta de comas-, para arrastrar a la ciencia-ficción hasta nuestro mundo según sus propias leyes. Una vez más el ser humano se erige en amenaza y salvación. El efecto no puede ser más escalofriante, más perturbador. La carretera constituye un brutal alegato ecologista en el más amplio sentido de la palabra.

Ojalá llegué un día en que la novela de Cormac McCarthy sea lectura obligatoria, no ya en colegios e institutos, sino en los centros de poder, allí donde se toman las grandes decisiones.