LUKE nº 90

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Literatura

Palabras en el alféizar.

De política y literatura

Javier Martín Ríos
entre + papeles

Las relaciones de la política y la literatura siempre han sido desastrosas, por no decir que siempre han sido incompatibles, sobre todo cuando la política entra en el terreno de la literatura e intenta marcar las directrices de la palabra del escritor; entonces la literatura ve coartada su esencia de libertad, la idiosincrasia vital de todo su quehacer creativo. Esto ha sido muy claro en las épocas en las que las políticas totalitarias han intentado controlar y administrar la literatura a favor de un solo pensamiento ideológico. En nuestros días aún hay escritores que sufren por no seguir los dictámenes impuestos por los gobiernos de turno en el país en el que viven. El silencio o el exilio -aunque parezca mentira en este siglo XXI- son las dos únicas alternativas a las que estos escritores deben someterse contra su voluntad. No les queda otra salida, porque se juegan sufrir en su propia carne la represión política y, en algunos casos, hasta jugarse la propia vida.

En España tenemos la suerte de escribir en plena libertad. En pleno franquismo la literatura estaba bajo sospecha y las obras debían pasar por la criba de la censura antes de llegar a las librerías (aunque había muchas formas de esquivar la censura, como hemos podido saber conociendo la biografía de algunos de escritores españoles). Pero tras la llegada y la consolidación de la democracia los fantasmas totalitarios han desaparecido de la vida del escritor. Las lenguas minoritarias de España -y con ellas la literatura escrita en estas lenguas-, fueron víctimas de la ideología nacionalista del franquismo y también se necesitó de los aires de la democracia para la normalización lingüística y cultural en nuestro país. Hoy día nuestros escritores utilizan su lengua materna -o lenguas maternas- para escribir sus libros y nadie se echa las manos a la cabeza. Escribir en tu propia lengua es algo tan natural que nadie discute, sin que importe que esta lengua la hablen cuatrocientos millones de personas o tan sólo doscientas mil. Escribir en tu lengua materna o escribir en otra lengua que se domine a la perfección es una elección única y libre de cada escritor, sobre todo en esas comunidades autónomas donde el bilingüismo es una realidad social y cultural, o al menos en una parte de la sociedad. Porque la calidad de un escritor la defiende la propia calidad de su propia obra, viva éste en Valladolid, Lleida, Córdoba, Santiago de Compostela o Vitoria, o escriba éste en castellano, gallego, euskera o catalán, por situarnos dentro de nuestras fronteras. El victimismo por parte de muchos escritores que residen en la periferia, incluidos los del sur, que sólo tenemos el español como lengua natural, es generalmente exagerado. Un mal escritor en castellano, catalán, gallego o euskera es mal escritor por lo que escribe o el cómo escribe, no por la lengua en la que escribe. Para eso están las traducciones y el trabajo del traductor, para darnos a conocer esos libros que por su calidad merecen estar a disposición de todos o, al menos, que tengan la posibilidad de llegar a más lectores de los que habían tenido en una primera edición. Creo que el único totalitarismo al que se enfrentan realmente los escritores de este país es el del mercado del libro, sobre todo el de la distribución, controlado por varias empresas con criterios selectivos demasiado comerciales, que impide que todas las editoriales tengan la misma posibilidad de llegar al público, de colocar sus libros en el mayor número posible de librerías y que éstos, por supuesto, estén visibles de cara al lector. En este punto es donde se debería acrecentar la crítica y buscar soluciones fehacientes.

Esto no significa que la literatura escrita en las lenguas minoritarias no tenga su apoyo correspondiente por parte de las administraciones públicas. Pero una cosa es apoyar y otra es hacer política con la literatura. Y ahí se debe tener mucho cuidado, porque podemos caer en los mismos errores que cuando el régimen franquista intentaba desde el poder ningunear a las literaturas escritas en lenguas minoritarias. Dejemos, por lo tanto, que la literatura se defienda por sí sola y que sea el criterio de calidad y el del gusto de cada persona el que nos guíe a la hora de leer a unos escritores u otros. La lengua no debe ser un impedimento para el lector -para eso están las traducciones- y menos aún que la política se convierta en árbitro de los criterios del lector. Porque si fuera así entraríamos en la espiral de un pasado que ya nadie quiere que ronde en nuestras vidas. Dejemos los fantasmas de los totalitarismos políticos descansar en los manuales de historia y afrontemos el futuro con las libertades ganadas en estos treinta años de democracia. Literatura y política, desde siempre, no han sido buenas compañeras de viaje, especialmente cuando la política ha intentado hacer de la literatura un instrumento a favor de determinados intereses partidistas.