LUKE nº 85

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Opinion

Bestiario

josé morella

Centauro Mitrora

A propósito de su último libro, Casa de Misericordia, Joan Margarit habla de esos lugares que dan título al poemario, donde se recogía a los niños pobres, y dice: "fuera de aquellos siniestros edificios para los niños no había nada: la intemperie de la dura posguerra y, seguramente, la muerte". La palabra intemperie está muy bien elegida: está emparentada con templar: Propiamente, es la ausencia de temperatura templada: demasiado frío, demasiado calor. Por eso la casa de misericordia, la poesía, es el refugio en el que uno se alivia de esas condiciones climáticas que no se pueden soportar. La vida, nos dice Margarit, solo puede vivirse en esas condiciones de refugio, con ese mínimo de habitabilidad. Si no, te hielas o te deshidratas, como si te dejaran en otro planeta. La tierra, sin poesía, sería un planeta más. Como Saturno, como Marte. Mineral o gaseoso, sin consciencia de vida. De ese modo, Margarit reniega de cualquier concepción de la poesía como suplemento, como exceso, como eso "de más", innecesario, ornamental. Para él la poesía no va nunca bien con esa frase manida de las reseñas encomiásticas de las obras literarias: "la máxima expresión" de tal o cual cosa, de tal o cual escuela o generación. La poesía no es nunca un máximo, sino un mínimo de supervivencia. Sin ella, nos dice Margarit, apaga y vámonos. Con la palabra refugio nos viene a la memoria una secuencia deliciosa de Belle Epoque, la película de Fernando Trueba, en la que el cura republicano (un inmenso Agustín González), Manolo (Fernando Fernán Gómez) y el chico desertor (Jorge Sanz) juegan a las cartas en la mesa camilla del burdel del pueblo, tomando un resopón de coñac y algún dulce, junto a la mujer que regenta el negocio. Ese prostíbulo es también un lugar donde resguardarse de la intemperie. De un modo más confortable, con más calidez y cariño, con más alicientes -además de los obvios- que la casa de misericordia. Hay dos tipos de intemperies en la historia reciente de España, la intemperie republicana y la franquista; en una se refugian en un burdel, y en la otra en una casa de caridad. Las dos imágenes son buenas. Alguien me dirá que un burdel es una imagen sexista, pero al fin y al cabo es de 1931 o 1932... Afuera está fraguándose una guerra, en medio del frío del invierno. La barbarie, como dice Margarit. Las casas de misericordia, como metáfora, son más frías pero menos frágiles que el prostíbulo. La guerra se come al burdel, lo arrasa, mientras que las casas de misericordia son lo único que la guerra deja vivo. Lo único que le sobrevive. La especie de edificio más resistente, que está ahí cuando otros edificios como iglesias, casas de vecinos, hospitales, han sido derruidos por la barbarie. Se me ocurre también que las actuales residencias de ancianos (donde los adultos responsables dejan a sus padres, ahora que no hay aparentemente guerra, ahora que la intemperie es más confusa, más difícil de ver y por lo tanto más difícil de evitar), serían ese tipo de lugares que sirven de metáfora para la poesía: también son lo mínimo necesario para la vida, también son el último refugio. Es curioso que se llamen residencias: una residencia es un lugar para vivir, pero se hace obvio, para los mayores que viven allí, que sobre todo es un lugar para morir. Como toda residencia, al fin y al cabo. Como toda casa. Hablando de lugares, tal vez el opuesto al mínimo necesario, a esa casa de misericordia, sea ese lugar inexistente de nuestra cotidianidad: el aeropuerto. El lugar de paso. Intemperie pura, donde nadie le dice a nadie, como en los poemas de Margarit, que le atraen las ruinas. Donde nadie juega, como los niños de los poemas de Margarit, que señalan al aire y dicen: esto es casa; aquí, un castillo. En el aeropuerto, ese mausoleo de vacío, sólo aparecen fantasmas que se cruzan unos con otros y no se hablan, que arrastran sus imágenes por los cristales, por las cintas correderas, que transportan equipajes que podrían ser quemados, reciclados, sin que cambiara un ápice del mundo. Maletas que se pierden, que se van al lugar más inhóspito, a la intemperie del espacio exterior de la vida. No las necesitamos para entrar en la casa de misericordia.