LUKE nº 83

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Opinión

En cien metros y un metro

Enrique Gutiérrez Ordorika

Las pausas de la respiración no se dejan,condesar en conclusiones.
Elias Canetti,
El corazón secreto del reloj(Cuaderno de apuntes, 1975)

Agito frases y vivencias en la coctelera de una semana,y las aderezo con las pausas de la respiración para que la estampa sea fiel a la realidad, aunque quizás un poco más inteligible que ésta, aunque quizás un poco menos surrealista. Son apuntes de un viaje deida y vuelta en metro desde la orilla del mar a la cima de una colina, con pausas de vida y muerte entre una habitación y una sala de espera,a través de un pasillo que también es de ida y vuelta, y a pie apenasabarca cien metros. Traspaso una puerta para preguntar por laintervención quirúrgica que le van a hacer a mi padre. Un médico meresponde que no tiene nada que decirme, que mi padre está de hotel en el hospital. Apenas tres días después, la cirujano que acaba de salir del quirófano me dice que no sabe cómo sigue vivo. El lugar se llama Cruces, y era conocido por ese nombre mucho antes de que allí alguienpensara en edificar un mastodóntico hospital. Yo no hago ninguna señalde la cruz. Hace décadas que no me santiguo, no soy creyente. No creoen los espíritus, ahora tampoco en los médicos. Mi padre hace apenas tres días era "un turista" agraciado con una estancia de hotel en un hospital, tres días después es un milagro que siga vivo. Un milagro. No creo en los espíritus. Tampoco en los médicos. Pero la operación, aunque ha sido agresiva, ha salido bien y, tras oír las explicaciones de la cirujano, sé que, por la misma razón que sigue vivo cuando tenía que estar muerto, mi padre se repondrá. Tras un largo día y medio en la UVI mi padre regresa a la "plácida estancia de su hotel". A su compañero de habitación el médico le ha preguntado cuándo quiere irse para casa y él, con una lógica que revela lo absurdo de la pregunta, le ha respondido que cuando esté curado. Mi padre duerme y yo aguardo en una sala de espera con un libro entre las manos que está dedicado a Los Logócratas. Lo tengo abierto por una página en la que se habla del precio que pagaron algunos por escribir literatura con el material del más extremo de los sufrimientos.

Celan se suicidó. Primo Levi se suicidó. Jean Améry se suicidó. Cierro el libro después de leer al final del párrafo la anotación de George Steiner en la que dice que lo que a él le horroriza "es ver cómo algunos que no han sufrido tratan de capitalizar este material". En la sala de espera, una mujer de unos sesenta y tantos años, ataviada con una bata y un camisón, habla para un minúsculo auditorio compuesto por su marido y dos mujeres de parecida edad que, al parecer, han venido a visitarla. Cuenta que su paso por el quirófano la ha dejado una enorme cicatriz en el lado derecho. La que parece de más edad de las visitantes le contesta que ella tiene una mucho más grande en el costado izquierdo. La mujer de la bata y el camisón, se pone de pie y acercándose a la que acaba de hablar hace que ésta se suba el jersey y la blusa a la altura del pecho para verla. Luego porfía con la visitante y le dice que en ese costado no hay rastro de ninguna operación. La segunda visitante acude al socorro de la primera diciendo que quizás la cicatriz la tenga más abajo y, tocando con la punta de los dedos la goma de las bragas que asoma por encima de la falda, insinúa que para enseñarla tendría que desnudarse. Yo abandono la sala de espera ante la amenaza de semejante striptease y vuelvo junto a mi padre. Es casi la hora de que regrese a casa y en la habitación hay una tele encendida en la que unos periodistas, posados como buitres sobre unas sillas en círculo, discuten sobre el tratamiento ético que habría quedar a la muerte o el suicidio de la hermana de una princesa. En la pantalla, de vez en cuando, aparece el rostro delgado de una mujer joven que sonríe ataviada con una pamela roja.

Mi padre tiene en el costado una bolsa para drenar la bilis que tiene el color de la saliva que se malgasta en esos programas supuestamente "rosas" de la mal llamada prensa del corazón. Abandono el hospital tras despedirme hasta mañana y tomo el vagón del metro en la estación de Cruces. En el asiento de enfrente un viajero lee un periódico en cuya primera página aparece una espeluznante foto de un hombre entubado, tumbado en una cama de hospital. El titular de la primera página dice: «Amnistía Internacional rechaza amparar a De Juana por su historial de violencia». En mi cabeza se mezclan reflexiones sobre el peso del pasado, los tratamientos éticos y la fugaz visión de una pamela roja. Tras dejar el andén de la estación de Portugalete y recorrer un larga escalera metálica que me lleva hasta la superficie, cruzo a cielo abierto la avenida de Carlos VII y luego una pequeña plaza ajardinada, dando vueltas en la cabeza a un artículo para el que he elegido el título de "los manuscritos no arden". El metro no llegará a Santurtzi hasta el 2008 y hay que aprovechar el paseo. A unos diez metros de mí, desde el rellano de unas escaleras, un señor de mediana edad me grita algo. Apenas salido del ensimismamiento, escucho que me pregunta si he venido en metro. Ligeramente extrañado le contesto que sí. Y el me repite la pregunta, como si no le convenciera del todo la respuesta, intentando asegurarse de que me he apeado en la estación de Portugalete. Ante mi insistencia, dice un "entonces el metro ya funciona bien" que aún conserva cierto tono de auto interrogante. Luego, sin pausa, encabalgando las palabras en un solo pensamiento, me dice que su hijo hace algo más de una hora ha tenido que apearse en una estación anterior debido a que el servicio se había suspendido en el último tramo porque en la estación de Abatxolo, al paso del metro, una mujer se había lanzado a las vías. El hombre se ha ido alejando según iba hablando y yo subo despacio, caminando por la rampa de unas largas escaleras vacías que terminan llevándome a un parque solitario que bordea las tapias del campo de Futboll de la Florida. Estoy dando un estúpido y superfluo rodeo para volver a casa, un rodeo que hace unos instantes no consideraba ni estúpido ni superfluo. Los manuscritos que no arden, los tratamientos éticos, la pantalla de televisión, los titulares de los periódicos y la pamela roja, se han esfumado ante la inclasificable sensación de desamparada levedad y nada que me ha dejado la noticia de una muerte sin rostro, ante el insignificante retraso de un tren de metro en el que muchos viajeros nunca sabrán que se oculta un terrible sufrimiento anónimo.