LUKE nº 87

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Arte

Dos reflexiones sobre el tiempo en la obra de Velcha Vélchev

Juan Luis Calbarro

Velcha Vélchev

I. EL RECURSO DE LA ESCRITURA

Hace unas semanas, Miquela Nicolau me recomendó un lugar para comer regresando de Felanitx. Hay que confirmar que, efectivamente, Ca'n Calent es un lugar recomendable por su cocina, pero mi sorpresa fue su carácter de improvisada galería de arte contemporáneo. Obras de valiosos autores mallorquines cuelgan de los muros del comedor, y entre ellas una pieza magistral de Velcha Vélchev (Dimitrovgrad, Serbia, 1959) que me llamó imperiosamente a tomar notas. Se trata de un lienzo de 2006 en el que se superponen diversas modalidades de escritura conforme a la técnica mixta característica de Vélchev. La pieza incluye fragmentos de manuscritos antiguos, periódicos (noticias de arte, sucesos, etc.), fotografías y páginas de libro. Todo es, sí, fragmentario, y dado que resulta imposible conocer el contenido de los textos, hay que entender que el artista encuentra valor estético y comunicativo en el mero recorte. El periódico es el presente perdido y nos trae las connotaciones del papel viejo y amarillo. El documento viejo habla de la escritura en relación con el contrato, con la herencia, con la propiedad: el valor legal de lo escrito y su vínculo con la identidad. El recorte de libro alude a la transmisión de la cultura, de la ficción, de la imaginación o la creación, pero su fractura deja esa transmisión en tentativa. El poder sugeridor de la escritura es brutal: la forma de lo escrito es ya mensaje, y aporta su naturaleza de mensaje en tanto que forma a las artes plásticas. La fragmentariedad aquí desvincula esas formas de su contenido denotativo y las conecta con matices más marginales. Podría ser mero reflejo de una sociedad posmoderna, estetizante, de información masiva, de ritmos acelerados, si no fuera porque Vélchev introduce un poderoso elemento crítico en elementos de la composición y en una estructura claramente compartimentada: sobre el espacio de escrituras descritas en el tercio inferior del cuadro compone una banda de indefinición, un horizonte velado, nuevos ámbitos indefinidos y, en la parte superior del rectángulo, una fila de caracolas fósiles que inmediatamente remiten a un mundo orgánico pero marcado por lo temporal, por la historia, por una dramática trascendencia que poco tiene que ver con la posmodernidad.

II. EL ESPEJO DE NUESTROS CLAROSCUROS

Y si antes escribíamos de lo temporal y lo trascendente en la obra de Velcha Vélchev a propósito del recurso a la escritura y en relación con la huella de lo orgánico, en su última exposición en La Misericordia el yugoslavo nos presenta una densa reflexión sobre el mismo tema en el ámbito de lo metálico, de lo industrial, que es tan significativamente humano como la escritura -o lo es más. Sus piezas de 50 x 50 y de 30 x 30 condensan en gestos casi esenciales lo que este autor tiene que decir al respecto. Los elementos fragmentados arrancan un auténtico torbellino de sensaciones que nuevamente nos remiten al paso del tiempo y sus consecuencias. Encontramos objetos de aspecto inequívocamente fabril reducidos a la categoría de fragmento; los claveteados hormiguean sin aparente sentido y nos remiten a una función perdida; la alternancia de diversas geometrías, de un ritmo asombroso desde el punto de vista plástico, sugiere igualmente remotos engranajes o ensambladuras cuyo diseño y finalidad desconocemos definitivamente. La abstracción de Vélchev se basa, así pues, en la fragmentación, en la liberación de los materiales empleados con respecto a sus ataduras referenciales, en la desfuncionalización (si se me permite esta expresión) de aquello que, suponemos, alguna vez cumplió una función práctica que ya ignoramos. El trabajo en pátinas remata la obra con una profunda e irracional inyección de nostalgia: un sentimiento que nos es tan primario como imprescindible. Estamos acostumbrados a que Vélchev mantenga de una u otra forma diálogos con el espectador. Aquí, las planchas metálicas sobre las que se disponen los objetos ejercen de matizados expositores, con los que el autor pretende transmitir de tú a tú toda esa sugerencia de la que hablábamos; y es verdaderamente difícil sugerir tanto con tanta concisión. Los grandes murales o puzzles de trapezoides de metal -hierro, estaño- nos vuelven a hablar de un ritmo que Vélchev nos regala con insultante destreza. Mediante la manipulación de la densidad y orientación de las arrugas en el estaño, el diverso grado de oxidación o corrosión del hierro o ciertas imponentes costuras, este pintor-escultor consigue enfrentarnos a un espejo roto que nos devuelve el reflejo de nuestra precariedad: el rugoso claroscuro de la materia y del tiempo que en definitiva nos componen. Y nos descomponen.

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Velcha Vélchev