LUKE nº 91

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Literatura

Un par de balandristas

Enrique Gutiérrez Ordorika

Un niño, con el oído pegado a los raíles, está escuchando el tren. Perdido en la omnipresente música, poco le importa si el tren viene o se va... Viaja. Viaja y se topa con algunas señales de que existen otros mundos. La primera consecuencia es que el monte Serantes deja de ser un gigante. En aquella época, la empinada subida desde el fuerte al castillo nos parecía que nos graduaba como alpinistas consumados. Todo es relativo y para nuestros ojos infantiles, muchos sábados y domingos, aquellos 445 metros de altura eran nuestro único y particular Everest. El descubrimiento de la diferencia es, en cierta manera, también la primera aproximación al sentimiento de identidad. Sin identidad nada tiene medida, todo es uniforme: una cuesta se cree una montaña. La anécdota que marca mi primer descubrimiento de esa diferencia que ilumina la identidad tiene que ver con unas simples zapatillas. Tenía nueve o diez años y era un recién llegado al Colegio Santa María de Portugalete. Un día, mientras nos cambiábamos de ropa para asistir a los ejercicios de gimnasia, al solicitar a los compañeros que me acercasen los balandristas -que era como en mi casa siempre se habían llamado a las zapatillas de lona con cordones y suela de goma- me di cuenta de que ninguno de ellos sabía qué les pedía. Era como si les hubiera hablado en chino mandarín. Las posteriores chanzas a las que dio pie -en aquel mayoritario grupo de compañeros portugalujos- que alguien llamase a las playeras balandristas, hizo que, espontáneamente, los tres o cuatro santurzanos que estábamos allí nos diéramos cuenta de que aquella microscópica variedad lingüística que representaba el término balandrista nos unía en un sentimiento solidario de pertenencia a algo, a lo que aún no dábamos el apelativo de identidad, pero que era profunda y singularmente sentido como propio por todos nosotros. De alguna forma acabábamos de descubrir que no existía un solo lugar en el mundo, que Santurtzi estaba pegando a Portugalete, pero no era Portugalete. Sin identidad y sin comprender la diferencia que alienta la diversidad no se puede asimilar lo común y, aunque resulta paradójico, tampoco puede aprenderse el respeto por el otro, porque nada hay más irrespetuoso que la uniformidad. Las gentes de Ráivola conocen que el percherón normando y el shine- horse frisón se utilizan para tirar de arados y carros; que el corcel árabe y el purasangre inglés se emplean para practicar la equitación y correr en el hipódromo, pero no encuentran explicación para esos potros islandeses que trotan libremente limitándose a mirar con indiferencia los coches que circulan por la carretera y, de vez en cuando, se animan unos a otros empujándose levemente con el hocico. Para mí Islandia no fue un lugar concreto hasta cuando, en el verano de mis trece años, los periódicos repetían todos lo días la palabra Reykjavik para contarnos las partidas de aquel campeonato del mundo que enfrentaba a Bobby Fischer con Boris Spassky. Lo llamaban el "Match del siglo" y despertó en muchos de nosotros el interés por el tablero de ajedrez. Antes de aquello, Islandia era la denominación de algo demasiado lejano. Los conceptos de proximidad y lejanía también tienen que ver con la comprensión de lo diferente. En el universo de mi niñez ir a Bilbao era viajar, viajar a un lugar en el que uno se cansaba de recorrer tiendas y mirar escaparates, y algunas veces se terminaba obteniendo como recompensa por el cansancio de la caminata un bollo de mantequilla en alguna pastelería. He de reconocer que ese sentimiento de lejanía respecto a Bilbao sigue persistiendo en mí, por eso cuando alguien habla de Gran Bilbao me chirría un viejo resorte aldeano. Viajar a Bilbao en mi memoria infantil sigue siendo sinónimo de lejanía. Quizás por eso nunca he pedido un par de balandristas en ninguna zapatería de las Siete Calles.