LUKE nº 84

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COMIC: Luchadoras

Ricardo Triviño

Luchadoras, de Peggy Adam.
Lápices y tintas: Peggy Adam.
Traducción: Lucía Bermúdez Carballo.
Editorial Sinsentido.

Espaldas mojadas de sangre

Luchadoras

En apenas quince años, seiscientas mujeres han desaparecido y más de cuatrocientas han sido asesinadas en Ciudad Juárez. Con estos datos, la capital del estado de Chihuahua, México, se ha convertido en el reflejo grotesco y concentrado de la violencia ejercida contra las mujeres en todo el mundo. Novelas como 2666 de Roberto Bolaño o He visto al diablo de frente de Maud Tabachnik, crónicas periodísticas como Huesos en el desierto de Sergio González Rodríguez y películas todavía por estrenar como Virgin of Juarez de Kevin James Dobson o Bordertown de Gregory Nava denuncian la situación. En el terreno del cómic, Peggy Adam ha decidido también reflejar sin artificios efectistas esta cruenta realidad.

Luchadoras narra la vida de Alma, una chicana que, ante la insoportable asfixia de un matrimonio que amenaza su vida y la de su hija, decide plantar cara. Pero no le será nada fácil. Frente a un entorno donde las mujeres desaparecen sin ninguna impunidad, donde son carne de las maquiladoras (industrias de procedencia estadounidense relocalizadas debido al bajo coste de la mano de obra) o meros objetos sexuales de usar y tirar, la amenaza deja de ser algo o alguien concreto para convertirse en un estado moral que asume el derecho de abusar o vejar a otra persona por el mero hecho de ser de sexo femenino. La extrema pobreza empuja a la delincuencia o a la prostitución por la supervivencia. En un entorno machista, forzar o vender a una mujer es moneda corriente.

Desde el principio, el cómic entra de lleno en la cuestión mostrando una conversación entre la protagonista y la directora de una asociación de ayuda a la mujer, en la cual se concentran el miedo y el valor encontrados que sienten las víctimas de maltrato a la hora de decidir si escapar o no de sus agresores: "Es usted muy valiente (...) fue duro para todas las mujeres", "Pero me da miedo, nunca estaré suficientemente alejada de él (...) no quiero acabar en una zanja", "Todo tiene que cambiar", "Sí, tiene que cambiar para nuestras hijas". Mientras se dirigen hacia esta contundente afirmación de la lucha con la irritante certeza de que han de combatir solas, viñeta a viñeta, plano a plano, los objetos de la oficina han ido diseccionando las circunstancias que las rodean, desde los carteles de desaparecidas hasta las fotografías parciales de cadáveres mutilados, desde los archivos llenos de casos irresueltos hasta la imagen de una virgen de expresión esperanzadora.

El resto de la historia continúa avanzando fotograma a fotograma, con la parsimonia que tópicamente se ha adjudicado a los mexicanos. Cada cuadro parece una instantánea cuidadosamente tomada para que aparezcan los elementos indispensables, a la que luego se le han añadido los diálogos justos. Sus imágenes estáticas de estilo caricaturesco se tiñen con la sobriedad del blanco y negro en busca de un punto de vista lo más objetivo y totalizador posible. Desde la portada, la autora se rige por estos principios condensativos, dibujando en el rostro de la protagonista, de espaldas al lector, una mirada ambigua que se mueve entre el dolor y la impotencia de mirar hacia delante, donde se encuentran tanto las cruces de las tumbas como la formada por los brazos de Cristo redentor, y la rabia con la que se mira lo que por fin se consigue dejar atrás. Y en medio, tatuado en el brazo, la calavera de la muerte, sonriendo.