LUKE nº 84

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Arte

Albert Pinya: el incómodo espejo en que nos reconocemos

Juan Luis Calbarro

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Autodidactismo. Colores planos. No a la perspectiva. Esquematismo en las formas. Presencia de textos, incorporados a la obra como elementos gráficos y también como mensajes al estilo del graffiti popular (y no de ese amaneramiento impostado en que hoy creen consiste el graffiti nuestros jóvenes menos avisados). Signos, tachaduras. Fragmentarismo. Feísmo. Repetición. Inocencia y frescura en el discurso. El dedo en la llaga.

No, no estamos hablando de Jean-Michel Basquiat. Como el neoyorquino, Albert Pinya (Palma, 1985) surge de un contexto próximo al arte, por vías colaterales, y con la misma desenvoltura carga básicamente contra la comodidad en que nos instalamos hace mucho tiempo. No nos endilga manifiestos, no nos propone soluciones. Su pintura no nos transmite ninguna moral (en un primer vistazo podríamos hablar de posmodernidad), pero resulta profundamente ética por cuanto se implica, y hasta las cachas, en el mundo que nos rodea, del que absorbe todos los matices posibles al mismo ritmo vertiginoso que aquél nos impone y sin eludir siquiera la propia y consustancial contradicción.

La obra de Pinya se caracteriza por su espontaneidad. En esto se diferencia de la iconografía medieval o del pop del siglo XX, a los cuales se asemeja por otros motivos. Como el pop, recurre a motivos de la cultura popular urbana. Como la iconografía religiosa, acude a una abrumadora superposición de elementos reconocibles por el espectador con la inmediatez de lo cotidiano o de lo ya conocido, con la consecuencia de transmitir, pese al aparente caos, una sensación de mundo completo (y complejo) que resulta de enorme efectividad frente al observador. Objetos industriales y tradicionales, iconos cinematográficos, conceptos filosóficos o teológicos muy simples -en su desnudez se hace más nítida nuestra desatención hacia ellos-, el sexo, claves personales, signos reconocibles de la corrupción social y política, la hipocresía y la superficialidad reinantes, la actualidad, el papel de la televisión, el primitivismo como inocencia reveladora en forma de máscara africana, la religión, la cultura, símbolos personales muy vinculados también a lo urbano y al juego de palabras (la nave espacial, la cucaracha): todo forma parte de un mundo en tránsito, en plena ebullición, que nos es tan propio como ajeno. El aparente desorden responde sólo a la condición multilateral del conjunto de estímulos que recibimos en la calle, en casa, en nuestras relaciones con los demás o en solitario. El valor complementario del primer plano y de la panorámica. El vértigo ante el abismo de la realidad.

Fragmentos seleccionados de letras de piezas musicales del pop-rock más actual, y no tan actual, aparecen en virtud de su contenido, pero también a modo de necesaria banda sonora. De ahí en parte la omnipresencia de los mensajes en inglés, que son inseparables de nuestras vidas, independientemente de nuestro particular conocimiento de la lengua de Shakespeare: la música, la publicidad, el comercio, la información e Internet otorgan al inglés un prestigio y una importancia como segunda lengua (consciente o no, colonial o no) que no tenía y que nos permite asumir sin esfuerzo los rótulos en ese idioma como parte de nuestra experiencia cotidiana. Lo que en otros artistas es esnobismo, en Pinya, en quien un aire de sinceridad lo preña todo, es mera consecuencia de todo aquello que, nos guste o no, vivimos cada día.

Basquiat colaboró en alguna ocasión con Warhol; pero no me cabe ninguna duda de que su fugaz paso por la historia del arte tuvo mucho más calado, mucha más consistencia y presiento que tendrá mucha más durabilidad que la de aquel gran comediante. De la misma forma, Albert Pinya se ve implicado en la Palma más moderna y presuntamente rompedora, pero su trabajo va más allá del despreciable comercio de la imagen. Algo creo que intuye el mismo autor cuando sobre sus telas deja clavados irónicos apóstrofes a los "modernos". "Lo importante es mi arte, lo demás no importa", dice Albert. O "yo no quiero estudiar historia del arte, yo quiero hacer la historia del arte", y se queda tan pancho. Sin solemnidad, pero con toda la claridad de ideas del mundo. Quien lo conozca sabrá que no se trata de orgullo: esta pasión parece desconocida para el joven artista palmesano. Lo suyo se llama conciencia de artista.

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