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Arte y Farándula

Inés Matute
La noche en blanco

La noche más absurda, de un lado para otro y lo único que había eran colas. Desconcierto general, los actos a los que quería asistir eran a la misma hora y en sitios diferentes. ¿No hubiera sido mejor repartir todos estos actos a lo largo de las noches del año y así poder disfrutar todos de todo? Por cierto, parece que los de mi barrio, Usera, no nos merecemos que allí llegue ningún acto cultural, estamos hartos que nunca se nos tenga en cuenta para programar nada. Pero siguiendo con el desastre de noche, conseguí entrar en el botánico, todos los edificios iluminados y a nadie se le ocurrió iluminar el jardín, solo había una parte y la mayoría de las terrazas estaban cerradas, eso si otra cola dentro para un exposición que hoy mismo se podía visitar sin problema. Después de sentirnos como turistas perdidos en nuestra propia ciudad, la opción fue intentar no enfadarnos más, viendo como en esta ciudad el dinero se gasta faraónicamente y sin lógica alguna y buscar un lugar cálido donde tomar una copa

Testimonio real. Madrid.

La Nit de l'art o La noche en blanco. Botellón chic (sin botellón) y un posado rosa para la posteridad. Colas incomprensibles. Jacarandosas peregrinaciones. Enervantes atascos y esquinas apestosas en las que aliviarse sin disimulo. Rebaños ingobernables. Como todos sabemos, forma parte de la esencia de la posmodernidad negarle un valor definitivo al arte, de ahí que la obra de calidad se acerque a la obra de factura mediocre según la servidumbre de la moda o según dominen blancas o negras en el tablero de la celebridad. Como escasean los mecenas, ayuntamientos y bancos suelen, aquí, jugar un papel esencial. Siempre decimos que el arte trata de la vida y de la trascendencia, de la memoria y del olvido, de la belleza y su contrario, pero nos olvidamos de la gratuidad. Los griegos entendían la belleza como respuesta a una llamada, y es esa capacidad de escucha lo que muchos artistas contemporáneos, acompañados por sus patrocinadores, han perdido en el jaleo del mundo. Las jornadas festivas (las mencioné en la primera línea) siempre alegran la vida social de la comunidad, amén de proporcionar una estupenda excusa para que los hijos de la luna maquillen sus intenciones y los de siempre salgan en la foto, pero poco o nada tienen que ver con la cultura. Quizá, es un suponer, tengan que ver con la megalomanía de un alcalde, o con la sana envidia que despiertan eventos similares en capitales como Roma, París o Bruselas. O con la curiosidad. Los amantes de la cultura huimos, como de la peste, de estas exhibiciones narcisistas y multitudinarias, del galerista que por una vez da coba y derrocha simpatía, del entendido de pacotilla y de la pose edulcorada del último "artista revelación". Algunos amantes del arte preferimos conversar con el artista en la intimidad de su estudio, en las horas de angustia y musas amordazadas, lejos de la farándula y los cañones de luz. Preferimos el silencio de los museos, el graffiti que rubrica una madrugada, las manifestaciones artísticas espontáneas, los cines alternativos y el teatro o el mimo de arrabal. Juan Ramón Jiménez solía decir que la cultura necesita de un cultivo, que es como decir que el arte necesita de su tiempo, su soledad y su espacio. A la gente que comercia con su imagen le gusta, no obstante, dárselas de connaisseur y hacer su particular Camino de Santiago cuando suenan las trompetas y la cobertura mediática garantiza el relumbrón. Los demás, simplemente, acuden a la llamada de la noche, que algunos días - los menos- cuenta con un aliciente especial. Al final, lo crucial se juega siempre en la intimidad de cada uno. Y allí los embaucadores callan y los borrachos piden otro cubata. Mañana las galerías estarán tan silenciosas y vacías como siempre. Y es en ese silencio plano donde yo quiero hacerme cómplice de una sensibilidad alternativa, de una peculiar manera de dialogar con los espejos. No pretendo sentar cátedra: sólo es mi opinión.