Literatura

Bestiario

josé morella

Hace casi cuarenta años que Roland Barthes nos alertó sobre la defunción del autor. No existe una correspondencia, nos dice Barthes, entre la persona que escribe y el texto que ha escrito. Buscar el sentido del texto en las circunstancias históricas y vitales de quien lo escribió no puede sino limitar nuestra lectura, determinarla demasiado, cerrar el significado. Se nos avisa de que el sentido de un texto no puede ser algo terminado, previo al texto, impuesto por el autor, sino todo lo contrario: es una construcción posterior, cuyos únicos límites están en la lectura. Son los lectores quienes se encargarán de cerrar (o no poder cerrar) el sentido. He recordado estas cosas, y las he releído, gracias a la versión que Alessandro Baricco ha hecho de la Ilíada, a la que ha llamado, significativamente, Homero, Ilíada. Este título, aparte de indicarnos que el texto utiliza no solo material de la Ilíada sino también de otros textos homéricos (el último capítulo está extraído de la Odisea), sugiere que la persona histórica de Homero casi se confunde con los textos que se le atribuyen. Decir Homero es como decir Biblia, texto inaugural, etc. Baricco, en su intento de acercar el clásico a los lectores contemporáneos, toma varias decisiones que determinan, en parte, el resultado final del texto: primero, elimina las peripecias de los dioses. Después, desliza el punto de vista de la narración y lo divide, lo hace múltiple. Cada capítulo toma la perspectiva de uno o más personajes homéricos: Criseida, Aquiles, Patroclo o Agamenón nos dan su visión de tal o cual momento de la trama. Por último, se permite usar un cambio en la tipografía para insertar una serie de frases -muy pocas y muy buenas- que no aparecen en el texto original. Nuevas. Lo que tenemos aquí, a la luz de las ideas de Barthes, es la honestidad de un escritor que es consciente de que ya no es posible, en nuestro tiempo, escribir de la misma manera que antes, ni esperando tener el mismo control sobre el texto que creían tener los novelistas del siglo XIX, por ejemplo. De manera que utiliza una argucia para validar su trabajo de escritor: dejar de serlo. Dice Baricco sobre su novela: "es un trabajo muy modesto. Es como una restauración, como una catedral en ruinas que yo busco restaurar. Es un trabajo de artesanos. Hacer el trabajo de estuco, que esté lo más apegado posible al original. Y finalmente, hacer una catedral a la cual se pueda entrar, donde se pueda orar, se pueda cantar". Barthes también habla de algo muy parecido, el autor como "scriptor": el que produce el texto casi como quien teje una tela, pero no es responsable de su sentido, ni es capaz de explicarlo. Baricco, por decirlo otro modo, es el escritor que se aparta para poder aparecer. Su manera de estar presente es anunciar que no va a estarlo. Al renunciar a la autoría, de algún modo -de un modo nuevo- la recoge. Las frases de cosecha propia que le añade al texto son como pequeñas llamadas telefónicas que el invitado de gala de una fiesta le hace al organizador de la misma, diciendo: ya llego, disculpa el retraso, hay mucho tráfico, etc. Son avisos que el organizador irá comunicando a los invitados, que lo esperan, aunque no impacientes, porque el texto original (pero, en este punto, ¿qué es ya lo original?) es tan delicioso que no les importa esperar leyendo, cómodamente sentados. Esta argucia del "scriptor" no es, en modo alguno, algo que deba servir para restarle mérito al escritor Baricco. Todo lo contrario. Es la demostración de que el genero de la novela está vivito y coleando. De que tiene una capacidad asombrosa de cambio, de adaptación y de renacimiento. No hay estancamiento posible. La novela es el fugitivo al que persiguen para darle caza pero siempre consigue escapar. Sale cambiado de cada cacería, pero sale. Y nos acoge para que podamos seguir leyendo, seguir interpretando y creando como lectores. Como diría Baricco, nos permite seguir entrando en la catedral para poder rezar y cantar.