Creación

Última estación: Port Bou

José Vidal Valicourt

Del libro "Zona de Nadie"
Ediciones del Oeste
X Premio José de Espronceda

José Vidal Valicourt

No puedes dejar de imaginarla: ella detenida
en otra ciudad ante un escaparate de
lencería. Y tú, bebiéndote las heces de la
poesía. No puedes dejar de imaginarla: ella
crispada en su mutismo, temblando en busca
de una pastilla que postergue el suicidio.
Espejos que la desdoblan, que le
transfiguran el rostro. Ella repitiendo hasta el
desvarío: "hay que hacer algo con este niño,
sólo dibuja trenes incendiados." Ella mirando
la cartulina arrancada de cuajo. El tren, pero
también una palabra que se le hiela en los
labios: fuga: su palabra favorita escrita en
tinta negra sobre un fondo en llamas. Como
quien deja una nota bajo la luz decrépita de
un quinqué. No puedes dejar de imaginarla,
mientras buscas en tus archivos los papeles
sobre los últimos días de Walter Benjamin.
Coges trenes al vuelo sin saber a dónde se
dirigen. El revisor te está exigiendo un
billete que nunca has tenido. Y tú, hurgando
en el bolsillo interior de tu chaqueta raída.
No puedes dejar de imaginarla. Estás
entrando en zona de nadie. Alejado de los
puntos de partida y de los destinos, sólo
pides a los trenes que ignoren las
estaciones. De niño siempre soñaste con un
billete de ida eterno. En las habitaciones de
los hoteles has logrado ser tú mismo: un
hombre provisional. No puedes dejar de
imaginarla: ella esperándote en el andén. Te
ha confesado que no se acuerda de tu
rostro, sólo de tus ojos tristes y fanáticos
(dile que tenga cuidado con los adjetivos,
suelen fulminarte). Tu rostro es neutro,
como deberían de ser todos los rostros. Tu
rostro no hace daño a nadie. No puedes
dejar de imaginarla. Acuérdate de Port Bou:
teníais hambre, sueño y deseo. Allí os
perdisteis. Todo fue demasiado bello como
para fijar aquel relámpago. No puedes dejar
de imaginarla: un tren a tumba abierta
precipitándose al abismo, a la marea negra
de esta noche sin límite. El tren incendiado
del niño: no puedes quitártelo de la cabeza.
La chimenea vomitando un chorro de humo
y los indios aullando a lomos de sus
caballos. Te concentras en la escritura, que
es otro tren loco, otro caballo desbocado,
sin dejar de observar a los pasajeros: nueve
seres humanos que comparten el mismo
vagón, que se miran o se ignoran, que leen
o duermen, que contemplan absortos el
paisaje de esta región que desconoces. Que
escriben. Te has dejado atrás, entregado a
una penosa reconstrucción de tus
fragmentos. El esfuerzo es inútil. Este tren
es tu particular línea de fuga, y a ella te
sometes. Despojado del lastre de la
identidad, ya no eres nadie, sólo ese que ya
no está y que siempre está por llegar. Te
confundes con la velocidad. La escritura va
ganando en precisión. Tu caligrafía es
serena, fluida como un río que imperturbable
va siguiendo su curso. Velocidad constante
de la escritura multiplicada por la velocidad
discontinua del tren siempre da un resultado
óptimo: un cero o conjunto vacío liberador.
Ya no puedes acordarte de su rostro. Por
fin has logrado la deformación absoluta de
sus rasgos. Y ahora la soledad como un
interminable desierto para seguir pensando.
Para continuar escribiendo este poema que
linda con la ausencia. Los desagües de la
memoria trabajan a jornada completa. No
puedes dejar de imaginarla. Pero su rostro
ya no es su rostro, sino una amalgama de
rostros que has ido incorporando en el viaje.
La memoria también comete sus homicidios.
Ahora eres un hombre que espera un tren,
que se regocija mirando el panel de los
horarios, las posibles combinaciones de la
fuga, que se emociona con estas soledades
que se abrazan y se despiden. Recuérdalo:
Walter Benjamin entre la espada y la pared,
entre los nazis y la policía franquista, entre
la morfina y la salvación perentoria de sus
manuscritos. Sabes que este viaje tiene un
final, y que este final tiene un nombre:
Nada. Pero también sabes que todo final
convoca un inicio, y que el resto de tu vida
consistirá en coger al vuelo trenes
quiméricos. Asume tu condición fugitiva. Te
mirarás por enésima vez en el espejo roto
de algún hotel y verás a un hombre de
espaldas. Las espaldas de un hombre que
espera. Ella será tan sólo un papel en
blanco o el negativo de una fotografía
abrasada o como este túnel que dura más
de la cuenta o quizá eres tú que estás
entrando en la ceguera.