Creación

La paciente del doctor Bartoldi

Madrid, 8 de enero, 2006

Marta Sanz
Diario

Si el doctor Bartoldi no me hubiera sugerido que escribiese este diario íntimo, a mí nunca se me hubiese pasado por la cabeza bajar al piso de abajo y sonreír a mi vecina y con mi sonrisa conseguir que me franquease la puerta. Yo le dije, "Piedad, se le está quemando la comida; lo huelo desde mi casa" Y eso no era desde luego una mentira, porque a mi vecina Piedad se le estaban quemando en la sartén dos filetes de magro de cerdo con pimientos verdes. Yo lo había olido desde mi propia cocina que está justo en el piso superior. Un olor a sangre churruscada, a hierro, a óxido, y un hilo de humo que iba ascendiendo por el hueco del patio interior, tiznando de gris las alas de las palomas y las sábanas extendidas en los tendederos.

Así que bajé y le dije "Piedad, se le está quemando la comida; lo huelo desde mi casa". Piedad me franquea la puerta y yo tengo una visión alucinante: la casa, idéntica a la mía, sin embargo no se le parece. La casa de Piedad mantiene los tabiques primitivos: está llena de recovecos que en la mía no existen; es un laberinto con puertas cerradas y puertas entornadas que se ocultan detrás de tupidos cortinones. La casa de Piedad es y no es la mía, como si yo me mirase frente al espejo y reconociese mi silueta y, al aproximarme a mi imagen, notara que las venas me recorren los muslos con otras trayectorias, que no me nace en la dirección habitual el vello de las axilas, que mi pubis está menos abultado o mis clavículas ya no se parecen al dibujo en la madera de una viola de gamba. "Pasa, pasa, hija", me dice Piedad, "no me había dado cuenta, es que, ay, ya no me doy cuenta, hija, ya no me doy cuenta" No sabe Piedad cuánta repugnancia me está produciendo su casa, que es igual que la mía, y sin embargo no se parece. Sus sillones de skai rojo, sus flores de plástico, sus calendarios con la Inmaculada Concepción, el olor a naftalina que se desprende del interior de los armarios donde se amontonan ropas pasadas de moda y restos del ajuar de una novia ya difunta. "Pasa, pasa, hija, es por aquí". Ya sé yo por dónde es; sin embargo, Piedad me está repitiendo lo que sé de memoria: conozco el pitido de su olla a presión y las emanaciones del aceite refrito del pescado. Pero Piedad desconoce todo lo que me pone los pelos de punta: ella, su casa, el viejo de los ojos azules que, en su desvalimiento, vestido con su esquijama de color marrón, no me da lástima, porque, aunque ahora sus manos estén surcadas de venas malvas y tiemble y sonría con sus dientecillos raídos, yo le adivino, por detrás de su bigotito canoso, un pasado de mala persona. En la puerta de Piedad y de su marido reza "Sr. Navarro, ingeniero de minas." El Sr. Navarro era un jubilado recto que nos pasaba los recibos del agua cuando mi marido, mi hijo y yo llegamos a esta comunidad. No se equivocaba ni en un decimal y sonreía siempre y cuando todo fuera bien; pero, cuando un vecino reclamaba o posponía el pago, el señor Navarro era inflexible "Es así y es así. Aquí se paga y ya. Aquí hemos pagado así de toda la vida de Dios" Una vena azul marino le surcaba la frente, mientras declaraba "Yo soy ingeniero de minas". Entonces me di cuenta de que el Sr. Navarro, que ahora llevaba un esquijama marrón y sonreía y se sentía inseguro cuando lo levantabas del suelo y te agradecía con los ojos que le ayudaras a dejar de ser un escarabajo dado la vuelta, era una mala persona que se hubiese merecido que me sudaran un poco más las manos y, descuidadamente, cuando lo levantaba del suelo, el Sr. Navarro hubiese merecido que se me hubiese resbalado de modo que tal vez a él se le abriera una brecha que el doctor cerraría con diez puntos de sutura ; pero el Sr. Navarro, en su ausencia de lucidez, debía de guardar escondida la intuición de su propia maldad, porque en las ocasiones en las que ayudé a volverle a poner el culo sobre el asiento, él desconfiaba y se me aferraba a los antebrazos, y mi marido me decía por las noches, "Qué te ha pasado" y yo me miraba y tenía la piel enrojecida, violeta, amarilla, los surcos de los dedos del señor Navarro que me marcaban, como la vaca de un ganadero. No sabía Piedad lo que me estaba irritando el canturreo del Sr. Navarro, detrás de uno de esos tabiques que en mi casa no existían, ni el volumen brutal de esa televisión de una casa de viejos y de sordos que a menudo no me dejaba echar la siesta ni concentrarme ni leer ni trabajar ni escribir estas páginas para Bartoldi que, tal vez, hubieran salvado a los Navarro de mi cólera. "Pasa, pasa, hija" El olor del cerdo recocido era cada vez más insoportable, tanto como el aroma a alpiste y a plumas que salía de la jaula del canario, tanto como el atisbo del dormitorio de Clemente, tras una puerta entreabierta, el hijo de los Navarro, el niño, los carteles de motoristas y un póster del Jesucristo Superstar cantado por Camilo Sesto y las reliquias: la cabra de la legión en una foto, un tricornio de la guardia civil, la tetas de Samantha Fox, el toro de Osborne y una bufanda con la bandera española. "Pasa, hija, pasa, es que, ay, ya no me doy cuenta" Y Piedad no sabe que me la imagino, cuando se daba cuenta, fornicando con el Sr. Navarro, con sequedad y sin gozo, rezando por dentro para que todo acabara cuanto antes, pariendo un hijo que es un bebé renegrido y seco, que colecciona cromos de uniformes militares y come bocadillos de chorizo con mantequilla y es tan feo y tan torpe y tan obtuso que no puede entrar en ninguno de los cuerpos de seguridad del estado y se conforma con defender a la patria en la empresa de seguridad que salvaguarda el acceso a unos grandes almacenes, Clemente que acaba de marcharse de casa con cuarenta años y mamá lo echa tanto de menos, aunque no de un modo egoísta: Clemente mira en la tele las carreras de fórmula I, mientras Navarro, con su esquijama marrón, caído en el suelo, gime. Piedad llama a las vecinas para que le ayuden a levantar la masa del viejo. A mí me duelen las cervicales y Clemente hace como que no ve, como que no oye. Me molesta hacerle un favor a Clemente, que se ha marchado de casa con cuarenta años con una mujer divorciada que tiene una hija de dieciséis y Piedad no está conforme con la divorciada, aunque yo creo que lo que en el fondo le da miedo es que Clemente viole a la hija, que fuma porros y se morrea con los novios en los portales y es, en definitiva, una muchacha normal que se pone un top de lycra y quiere subir en el asiento delantero de un coche tuneado. Ahora Clemente viene los sábados a afeitar a su padre y, mientras pasa la cuchilla por el gañote del viejecito, le vienen a la mente malos pensamientos. Le mete a su padre la espuma de afeitar por los ojos y el Sr. Navarro grita "Escuece, escuece" Después, el hijo baja las escaleras sin saludar a nadie. "Pasa, pasa, hija, es que yo ya no me entero." Me repugna Piedad, que ahora no se entera, con su permanente de rizos amarillos, y me repugnaba también, cuando se enteraba, cuando sabía quién era su hijo, cuando le dejaba colgar la foto de la cabra de la legión en las paredes del cuarto. Paso, y Piedad no calibra lo que me molesta su voz. Es falsa. Es la voz de una mujer que llora de pena mientras le abre la cabeza a un negro con un rodillo de amasar. Es la voz de una mujer que se retuerce de dolores porque se ha torcido un tobillo, al pisar una cucaracha, y llama a su prima, a su amiga, a su hijo, a su hermana y contiene el llanto tras el auricular, mientras les dice "No, no, cielo, no hace falta que vengas, si no ha sido nada". Y, mientras, la boca parece que aprieta un palo para contener el grito de dolor. No sabe Piedad las cuentas pendientes que me debe, los ruidos, las conversaciones telefónicas a grito pelado, "No, hijo, no, no hace falta que vengas", el olor a quemado, las horas en punto de su puto reloj de pared, no sabe las cuentas que me debe mientras avanzo por ese pasillo, idéntico y radicalmente distinto del mío, y llego a la cocina y cojo un trapo, con el que me cubro la mano con la que apago la lumbre y retiro la sartén calcinada de los quemadores y aguanto un instante hasta que la puedo poner bajo el grifo sin que el aceite me salte a la cara y, después, mientras pienso que todo eso podría haberlo hecho Piedad igual que yo, con un giro automático de la muñeca, reviento con el culo de la sartén la cara de Piedad, que no dice ni esta boca es mía, y salgo de esa cocina, hecha un desastre, los trozos de cerdo calcinado, la sangre cerda y solitaria de Piedad, esparcidos por las baldosas art noveau de este bloque de casas aseguradas contra incendios en 1924; salgo de esta cocina después de haber impedido la catástrofe de que el edificio se vea envuelto en llamas a causa del despiste de una vieja. Con el trapo de cocina entre los dedos cierro también la llave de paso de la bombona de butano. El Sr. Navarro dormita en un sillón escondido tras un tabique. Todo está en calma, yo también, y sólo Bartoldi, hipnotizador de niños en los circos estables, es el responsable de que me haya impuesto la obligación de cumplir mis deseos y mis buenas obras, no sólo para mejorar y ser más feliz, sino también para poderlos escribir en este diario. La escritura me obliga a conquistar la felicidad. El Dr. Bartoldi es sin duda un gran médico.