Opinión

Lectura de la resistencia

Jorge Carrasco

El golpe de Estado de 1973 provocó en Chile un cambio cultural rotundo. Lo más directo fue darse cuenta de que algunos poetas y artistas fueron prohibidos y otros, claramente inferiores, tuvieron el aval de la cultura oficial. Uno de los poetas censurados era, evidentemente, Pablo Neruda.

Es frecuente escuchar a los escritores nacidos en Santiago que su primer acercamiento a la poesía fue a través de poetas de moda. Dicen que leían a Nicanor Parra o a Enrique Lihn, pero no a Neruda. Consideraban la poesía del autor de Canto general un eslabón ya superado dentro de la cadena evolutiva de la poesía chilena. Santiago era la capital cultural del país y allí cobraban vuelo todas las nuevas manifestaciones del arte y de la literatura, las populares y las vanguardistas, al punto de haberse convertido en el centro de difusión del último movimiento poético de moda en el continente: la antipoesía.

Para los poetas provincianos el material de lectura era bien diverso. Mi lugar de nacimiento es Carahue, un pueblo de la Araucanía que, curiosamente, el poeta nombra varias veces en su obra. Para un estudiante pobre como era yo, las bibliotecas públicas se constituían en mis únicas proveedoras de material bibliográfico. A mediados de la década del setenta del siglo pasado, los poetas chilenos que lucían obras en los estantes públicos eran Vicente Huidobro, Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Lo demás, poesía clásica: Góngora, Quevedo, Garcilaso de la Vega, entre otros. Nada más.

El resto de los poetas chilenos sostenía, por lo menos en el sur lluvioso, un perfecto anonimato. De los tres vates presentes, el más popular era, por cierto, Pablo Neruda. Y el de obra más numerosa. A pesar de estar censurado, sus libros eran mayoría en el escuálido sector de poesía de la biblioteca municipal. También en el corazón de la gente. Era frecuente encontrar copias de sus poemas en cuadernos escolares de las niñas y adolescentes, especialmente los poemas 15 y 20 del libro Veinte poemas de amor. Algunas personas, los más instruidos, hablaban de él, por lo bajo por supuesto, como si fuera un héroe nacional. Y el único poeta del pueblo, Guillermo Chávez, admiraba sin reservas su calidad literaria y su conducta política.

Pablo Neruda nació en Parral, en 1904. Llegó a Temuco en 1906. Casi toda su infancia la pasó en el sur lluvioso. Los recuerdos del poeta desparramados en su obra se remontan a sus vivencias de Temuco. En su obra, el paisaje gravitante es el sur de La Frontera, al punto de afirmar en su libro Defectos escogidos que él es "de la lluvia de Temuco".

Temuco está a 54 kilómetros al este de Carahue, lugar de nacimiento de quien escribe este artículo. Esta coincidencia geográfica, aunada a otros intereses, me ha permitido leer su obra con una curiosidad singular.

Mi primer acercamiento a la poesía fue, precisamente, a través de los versos del vate nacido en Parral. De inmediato aprendí a disfrutar de sus artilugios lingüísticos y a retratarme en la angustia y la rebeldía de sus primeros libros. Sus arengas políticas a favor de los oprimidos y en contra de los explotadores capitalistas, entraban con facilidad en la conciencia de un adolescente humilde, hijo de un obrero municipal. Percibí que nuestro premio Nobel amaba la naturaleza y la vida sencilla, y manifestaba aversión por todos los falsos valores de la sociedad chilena. Sentía que hablaba por mí, que sentía por mí y que luchaba por mí. Él era el gran padre colectivo de aquel tiempo.

Mis primeros trabajos literarios se resintieron de su influencia. Eran una solemne copia malograda de su estilo. Recuerdo que me fascinaba usar el participio pasivo con función adjetiva en los finales de versos y aquietar el ritmo con la utilización desmesurada del gerundio y del adverbio, a la manera de Residencia en la tierra. Con el tiempo uno se va dando cuenta de que lo propio de un artista es intransferible y forma parte de su patrimonio estético, y de que es un signo saludable alejarse a tiempo de toda fascinación. Muchos poetas de diversas latitudes no hicieron caso de esta verdad y pasaron a formar parte de los nerudianos sin remedio, y consumieron buena parte de sus vidas intentando escribir versos de amores infinitos y malogrados, hablar por boca de sus pueblos e inventariar la naturaleza que los rodeaba. Y así les fue.

Neruda fue una niebla matutina de Temuco. Te envolvía lentamente en sus destrucciones y te apagaba el resto del mundo. Una niebla que, en su retirada, se deshacía en lentas gotas que bajaban de los techos y se hundían tristemente en los charcos. Pero Neruda fue también el sol del mediodía. Ante su presencia, la niebla se destejía en cauces trasparentes y todas las cosas y todos los hombres, aun los mínimos y olvidados, mostraban su repentino brillo.

Neruda era un grande de verdad. Y era de Temuco. De allí cerca. Vivió su infancia y adolescencia en un lugar que está a cincuenta y cuatro kilómetros de mi lugar de nacimiento. Es más, él caminó varias veces por Carahue luego de bajarse del tren que llegaba de Temuco para subirse a la embarcación que lo trasladaba a Bajo Imperial (hoy Puerto Saavedra), lugar costero donde solía pasar sus vacaciones de verano.

Recuerdo la sentencia de Paul Bourget: "Grande es quien en su madurez realiza sus sueños de juventud". Neruda era nuestro y llegó a lo más grande. Era anónimo y llegó a lo más alto. Era solitario y se confundió con las multitudes. Era un don nadie y obtuvo el premio Nobel y pudo haber sido presidente de la República. Casi nada.

Muchos de los que lo sucedieron en el quehacer poético intentaron anularlo. Decían que hacía una poesía adjetiva, una poesía de vaca sagrada, profética, sin llegada a la gente pensante. Los hechos desmintieron tales infundios. Ni siquiera el golpe militar de 1973 logró acallar su canto. En los pequeños pueblos de provincia, como Carahue, su poesía siguió viva, más allá de las tendencias de moda. Mientras más lo negaban y lo olvidaban, más lo queríamos y lo recordábamos. Leerlo era una saludable forma de resistencia.

En estos años de lejanía y ensimismamiento, otros poetas chilenos me han entregado su mensaje. Vicente Huidobro, abriéndome puertas a otros mundos; Nicanor Parra, riendo con ironía en su claridad transgresora; Jorge Teillier, austero en su cotidianeidad profunda; Gonzalo Rojas, lúdico, inalcanzable en la contemplación y cercano en la acción. Cada uno, a su manera, me mostró la verdad unánime de su ser y la voluntad primigenia que, como una sombra pura, acompañó su obrar en el mundo.

Hoy, lejos de Carahue, con Las uvas y el viento en las manos, volví a evocar al gran vate. Cinco lustros pasaron desde las primeras lecturas de su obra. En mi biblioteca de poesía hay, por cierto, más de tres autores, y cerca de mí ya no corre el río Imperial sino el río Negro. Pero Neruda permanece y también la lectura de sus obras.

Leerlo sigue siendo un acto de resistencia.