Literatura

Palabras en el alfeizar

De viajes y otras nostalgias

javier martín ríos

cielo Siempre se dice que los que han andado muchos caminos le es difícil asentarse durante mucho tiempo en la misma tierra. Para estos hombres y mujeres no hay nada peor que la desidia y la rutina de los días. Desde que el paseante ha regresado a su ciudad natal no hay día que no recuerde alguno de esos lugares del Extremo Oriente en los que vivió algún año o pasó fugaz como esas aves migratorias que siempre van en busca de los rayos del sol y la placidez de los paisajes impregnados de agua. Sobre todo el recuerdo de esos lugares donde los crepúsculos son intensos y hermosos, ensanchándose en las telas límpidas del cielo hasta que se van apagando débilmente en la espesura de la noche como pequeñas ascuas sepultadas bajo las cenizas de una fogata.

Un viajero nunca deja de viajar aunque se encuentre encerrado entre cuatro paredes sin ventanas. Soñando despierto o envuelto en la nebulosa de los sueños, puede imaginar el itinerario trazado de los mapas en las blancas paredes de una oscura habitación o recordar aquellos pueblos y ciudades por los que un día pasó dejando a su paso un trozo de su alma. Siempre hay algo de esos viajes que nos viene de pronto a la memoria, a veces escenas que en su día no tuvieron relevancia alguna, como un rostro desconocido que nos dejó cautivado por unos segundos en alguna aldea medio abandonada, como un templo perdido en una montaña desvaneciéndose tras una cortina de lluvia, como las rocas de un pequeño río donde un rato reposamos el cansancio del camino dejando naufragar la mirada en el fluir del agua. Estos recuerdos son como restos de fotomontajes de viejos rollos de películas que sobrevivieron de las llamas de un incendio provocado en el profundo bosque de la memoria.

A menudo el viajero añora los mundos andados por otros viajeros, esos libros de viajes que nos hubiera gustado escribir o al menos recorrer con nuestros propios pies. Alguien dijo que había otra forma de viajar y para ello no hacía falta caminar muchos kilómetros ni padecer muchas fatigas ni heroicas aventuras, sino que sólo era necesario tener una buena biblioteca en casa y muchos libros en los anaqueles donde poder elegir. Los viajes de la imaginación pueden ser tan apasionantes o más que experimentar la dureza y el sudor del viaje en el camino. Sólo hace falta un libro abierto y ese silencio adecuado para dejar que las palabras sobrevuelen en plena libertad los cielos de nuestra conciencia. Desde ahí sólo hay que dar un paso hasta esas montañas remotas cuyas cimas recuerdan a bellos nombres de mujer, hasta esos mares donde aún soplan brisas de hace mil años, hasta esas ciudades perdidas en la historia y que aún sobreviven en la rueda del tiempo envueltas en una densa niebla plagadas de secretos imposibles de descifrar.

Pero es difícil no sentir nostalgia por el camino, vivir en propia carne la aventura del viaje, sentir el cansancio de los pasos en tu propio cuerpo al final de cada día, cuando el viajero, sentado bajo la mortecina luz de una lámpara en una habitación de una lejana ciudad, comenzaba a rememorar las vivencias de cada jornada. Luego llegaba el sueño, ese vuelo negro en las largas horas de la noche, y la extraña sensación de despertar al amanecer en una cama en la que probablemente nunca más dormiremos en el resto de nuestras vidas. Y de nuevo la ilusión de comenzar el día bajo la mirada del sol hasta que la luna nos hacía buscar refugio en un hotel cuyo nombre siempre olvidamos.

De momento el viajero se conforma con el recuerdo de aquellos días viajando por tierras remotas y lejanas y de aquellos inolvidables crepúsculos que se desvanecían en el horizonte mientras toda la naturaleza quedaba en pétreo silencio. Pero al menos nos quedan los libros de viajes, los sueños de papel vividos por otros viajeros y la esperanza de que próximamente estaremos de nuevo en el camino recorriendo paso a paso esos lugares que en la niñez y adolescencia habitábamos en la niebla de los sueños.

Ahora cae la noche sobre la ciudad y tengo un libro abierto sobre mis manos. Al fondo escucho el silbato de un tren que va a partir hacia un lugar en el que nunca estuve y al que pronto llegaré surcando la luz de las palabras. El viaje ha comenzado y sólo hay que dejar la vista perderse en la lejanía.