Literatura

Bestiario

josé morella

Ana Cristina Cesar
Ana Cristina Cesar

No es casual que mucha de la poesía brasileña contemporánea haya sido traducida al castellano en ediciones sudamericanas sin llegar a nuestro país. No es tan solo una cuestión de cercanía geográfica. Se diría, atendiendo a ciertos giros del lenguaje más coloquial y a ciertas estructuras profundas de la lengua, que el portugués de Brasil y el castellano de Uruguay o Argentina son, por momentos, más cercanos entre sí que el castellano de España y el del Río de la Plata. Y esto resulta mucho más claro cuando se comprueba hasta qué punto ocurre lo mismo con las concepciones poéticas, con el lenguaje mismo de la poesía. Revelador de todo esto son las distintas antologías de poesía brasileña que últimamente están apareciendo, sobre todo Puentes/Pontes, un curioso atrevimiento de Fondo de Cultura Económico, que es una antología comparada de la poesía argentina y la brasileña. Permite cotejar, por ejemplo, dos figuras fascinantes y tercamente paralelas, las de Alejandra Pizarnik y la brasileña Ana Cristina César, dos poetas a la altura de Anne Sexton o Adrienne Rich. Dos mujeres que inauguran, en sus dos lenguas, un lenguaje femenino y fragmentario de una originalidad y radicalidad extrema. Ana Cristina, por ejemplo, escribe:

Ahora seré atleta, atleta atónita, de las que saltan
obstáculos pero piensan insidiosamente en la respiración,
desmintiendo lo que muere en cada aliento.

Lo que muere.
Estoy muriendo, dice ella despacio,
los ojos fijos hacia arriba. Mírame,
le he ordenado. No te vayas así.
Mi vida se cerró dos veces
antes de cerrarse. Lo sé,
aquella planta
crece de un modo tortuoso.
Hay retornos, ella ha respondido.
Los almendros caen en el lago.

La poeta es una atleta atónita: su voz se confunde entre el cansancio del deporte constante de existir y la sorpresa o incredulidad que impide al cansancio descansar. A su vez, el conocimiento no acepta pausa alguna en un atleta. La poesía es aquello inmanejable e imparable, dándose en el cuerpo de la poeta. Ella escucha su respiración para desmentir a la muerte. Este acecho constante, este esperar como un animal que se oculta, inmóvil, de los cazadores, es la vida. Una vida que es ir muriendo, ir siendo testigo del propio tránsito que la vida es: la vida como la forma más coherente y cotidiana de la muerte. La muerte lo es todo, en realidad. Enseguida el poema se quiebra, se separa en dos voces: se hace díalogo. Ella y yo (Estoy muriendo, dice ella...). Es la misma persona, la que muere a cada instante que vive y la que vive esa muerte sin parar, condenada a mirarla con una lupa gigante todo el tiempo. La poesía es esa lupa. La voz debe escindirse para comprenderse completamente, para escribir el único poema posible que se escribe sin pausa, hasta el final. El verso que toma de Emily Dickinson (Mi vida se cerró dos veces / antes de cerrarse) concuerda con los dos yoes, el yo que se va hacia la muerte y el yo que ve al otro irse y le dice que se quede en la vida. Ambos, juntos, son el yo llamado "Ana Cristina César", que es una persona que escribía pero también un discurso que se dice a sí mismo sin parar. La poeta sólo puede inscribir un espacio, una marca de tiza, un terreno de juego para el deporte poético que el atleta atónito practica sin cesar. Ese espacio es el único posible, la cancha donde se ella se dice y se mira a sí misma, donde se saborea y se huele la paradoja de la dicotomía entre morir y vivir. El resultado del partido: vivir y morir no son cosas distintas. Somos testigos en nuestro propio cuerpo del milagro del mundo, de cómo nos vamos yendo. Cuando la propia fascinación que se hace discurso cesa de escribirse a sí misma, la muerte real y física llega. Ana Cristina César se suicidó en 1983, con 32 años. El yo escindido de la modernidad que inauguran Rimbaud o Dostoievisky ya empieza a ser un viejo, y esos fragmentos del yo se hablan unos a otros con soltura, como parejas de ancianos más allá y más acá de cualquier idea del amor. En otro poema, la poeta confiesa: Tengo que atarme al velamen con las propias manos. Como Ulises, debe atarse para resistir la tentación del canto de las sirenas que la convocan para morir; pero la diferencia es que ella no usa ninguna cuerda. Usa sus propias manos: atarse a sí mismo con las manos es una ingenua treta de niño que se engaña a sí mismo. No podrá resistir la belleza de ese canto. Graciela Ravetti sugiere, de un modo muy hermoso, que César y Pizarnik son como la Scheherazade de Las mil y una noches, que hace literatura para mantenerse viva cada día, sabiendo que cuando el discurso termine, terminará su vida. ¿No es esa una buena definición de la poesía? Aquello que invade el discurso del poeta hasta hacérsele aire necesario, válvula precisa para respirar la vida, conocimiento que una vez experimentado lo cambia todo sin posible marcha atrás.