Literarura

La Poesía de Eli Tolaretxipi

Olvido García Valdés

Eli Tolaretxipi

La poesía de Eli Tolaretxipi produce una impresión de aventura o de riesgo de - como diría Claude Cahun- vía íntima de trabajo, de cualidad autónoma y necesaria de la escritura. Su rasgo más peculiar tal vez sea la naturalidad, una naturalidad de la extrañeza.

La poética que subyace a Amor muerto, naturaleza muerta (1999), su primer libro, la describí entonces como una poética del malestar, asociándola, por su efectos, a lo que en artes plásticas sostiene, por ejemplo, la obra de Annette Messager. Como un arte de restos definía Messager sus trabajos; obras elaboradas con lo roto, con lo desechado, con lo que está a mano, casi sin salir de casa. En ellas lo conocido, lo tierno, lo familiar se desplazan y se distancian entreverándose con lo cómico, lo kitsch, lo feo o lo cruel. También Amor muerto, naturaleza muerta (1999) era un libro de ajenamiento afectivo; a lo largo del poema fragmentario que da título al conjunto, un yo toma la mayor distancia emocional para referir los hechos, sensaciones, sentimientos y reflexiones que se producen en la etapa final de una relación amorosa y que prefiguran la próxima ruptura. Con un punto de vista desacostumbrado en nuestra lírica, se presentan los despojos, lo hogareño invertido y negado, los desperdicios como metonimia de la separación amorosa. Malestar: la calidez de los espacios, de aquello de lo que se ha formado parte mientras duró el amor, se enfría y enajena cuando, ya fuera, lo contemplamos; la exaltante sensación de pertenencia cesa y todo resulta agrio, como comida recalentada o echada a perder, "sólo un amor en descomposición olería así". La mirada del otro -ella, en este libro- resulta entonces asfixiante; quien vive el desamor rechaza la simbolización apropiadora que el otro pretende realizar de él. En el poema esos procesos, presentes tal vez en todo vínculo afectivo, se intensifican al objetivarse en las prácticas artística que caracterizan el personaje; procesos y procedimientos de la representación estética -pintura, acciones, escultura- se yuxtaponen a la anotación minuciosa que el yo hace de sus sentimientos y sensaciones hostiles; contraposición, pues, entre ella, "la existencia retratada que ella comprende", y yo, "yo que sueño una vida de sangre".

<big>Los lazos del número</big>

En Los lazos del número, segundo libro de Eli Tolaretxipi, las leyes de la forma son a un tiempo leyes de libertad y de economía; un número limitado de elementos se repiten, se desplazan, se diluyen, se intensifican: la máquina de museo, un libro, la lectura, fotografías, la mano que dispara la cámara, la luz encendida, un saltamontes verde, la que despierta, la que habla en sueños, quien anota, el padre, la madre, yo, el padre, la madre, ella, un pez, quien está en el hospital, las palmeras, la que viaja en autobús, los gatos, que son tres. Tres es el número que organiza los poemas; tres es palabra dicha en sueños, por ella, tres parece la cifra precisa para que algo tienda lazos, no se enquiste, fluya.

El yo que habla aquí es un ser distorsionado e irisado, enigmático, hecho de retazos e impresiones movedizas, aparentemente vacío y sistemáticamente llenado. Decir yo es un acto de habla y es a la vez soporte de toda habla. El poema se ocupa y no se ocupa de eso. El poema lo ocupan con insistencia los cuerpos, la enfermedad y la vida cotidiana, el amor y las relaciones familiares, el tiempo que se data con exactitud. No se diferencian lo sucesos que ocurren en la vida diurna y los del sueño o la memoria. Todo igual de real. Todo fantasmal o vivo, según se mire. La falta de jerarquía entre los distintos modos de conciencia es clave en esta poética de la naturalidad, tan inquietante, de Eli Tolaretxipi. El mundo y los sucesos de la vida resultan azarosos: discontinuidad inherente a los seres que los nombres indican -yo, ella- erradicación de un lugar de acogimiento y origen. Los gestos del amor buscan suprimir esa discontinuidad, negar aquella erradicación: "le rasco la espalda / que es como un río ancho y manso / salpicado de hojas", "beso el pelo, la nuca. / Palpo las sienes". El poema, yo, ella, el mundo, son entidades fluctuantes, discontinuas, faltas de estabilidad, magnitudes inconmensurables.

En Los lazos del número, eso yo anota: "arco iris en el pelo alborotado de la ola / remolino de agua alrededor de los pies que se hunden en la arena / cuerpo negro sobre tabla". Se percibe lo singular y lo efímero; se trae esa singularidad hecha instante al papel. El yo no la apresa, no la carga de afección - lo que pasa y es irrepetible-, sino que anota imagen y escritura: "signos negros sobre la hoja blanca y rayada". Una conciencia, así, que observa y se observa, que teme, que mide hasta dónde se puede llegar en la proximidad y en la distancia; se trabaja el poema con lengua transparente y se crea el espacio, se deja el espacio, ahí, para que lo ocupe el lector. La extrañeza a menudo procede del encuadre, descentrado y que prescinde de una focalización jerarquizadora. Objetos, sensaciones, acontecimientos entran en contacto, se tienden hilos, se da una vinculación asociativa a lo que en principio no parece tenerla; o, a la inversa, la escritura propicia que la disgregación se manifieste con nitidez, como trozos de alimentos no digeridos. A mi modo de ver, esa naturalidad de la extrañeza que parte de la poesía y el arte contemporáneos transmiten, procede en buena medida de la traslación a la obra de los inquietantes mecanismos del sueño. Dramatización, condensación, desplazamiento, y elaboración formal son operaciones o procesos tanto de lo -según analizaba Freud- onírico, como de lo poético.

"El otro no es para conocerlo" advierte Roland Barthes desde una de las tres citas que encabezan Los lazos del número. La fórmula -"l'autre n'est pas à connaître" - se toma del capítulo que en Fragmentos de un discurso amoroso propone la figura del ser amado como incognoscible, en paralelo con el dios incognoscible del que habló la mística negativa. El párrafo que acoge la frase dice así: "no me queda, entonces, más que trastocar mi ignorancia en verdad. No es cierto que cuanto más se ama mejor se comprende; lo que la acción amorosa obtiene de mí es solamente esta sabiduría: que el otro no es para conocerlo; su opacidad no es en absoluto la pantalla de un secreto sino más bien una especie de evidencia, en la cual se anula el juego de la apariencia y el ser. Me sobreviene entonces esta exaltación de amar a fondo a alguien desconocido, y lo que seguirá siendo siempre: movimiento místico: accedo al conocimiento del no conocimiento".

El otro no es para conocerlo: la sentencia lúcida del amor es también conclusión epistemológica y ética que enuncia un estar en el mundo. La fascinación ambigua -mezcla de encantamiento y de horror- que producen las cosas y los seres, y el imposible acceso a ellos, es el terreno que la poesía de Eli Tolaretxipi explora; lo cognoscitivo en ella es inseparable de lo estético y lo moral. Pues saber de la distancia insalvable entre yo y el otro, entre yo y el mundo, no afecta sólo a la desnudez de la mirada, sino que manifiesta y reclama una especial disponibilidad, un cuidado y apertura, un modo de atención que es, por sí mismo, lo que llena y conmueve a ese ser que ama, enferma, mira, escucha, sueña, y en el poema anota: ella, yo