Arte

Diálogos en las alturas

Juan Luis Calbarro

Pinchar encima para ampliar la imágen
Tauromaquia

Rafael Amengual, artista argentino y gabellí, hablando de crítica de arte, me aseguraba hace unos días que los mejores críticos de arte son los poetas; y como ejemplo de esa afinidad entre el poeta y el pintor, recuerda la relación de Picasso con los escritores. "Él sabía bien lo que se hacía", dice. Efectivamente, el malagueño se mezcló toda su vida, e intensamente, con criaturas de todo pelaje: impresores, diplomáticos, peluqueros de Buitrago, toreros, exiliados y, también, pintores. Pero la relación que mantuvo con la gente de letras, y con los grabadores que le permitían aproximarse al libro como objeto de creación propia, requiere estudio aparte. La Fundación Bancaja y Es Baluard nos ofrecen ahora en Palma un amplio panorama de la actividad picassiana en un ámbito en que lo plástico y lo discursivo hacen vecindad.
En el texto del espléndido catálogo de la exposición, Juan Carrete Parrondo resume así la relación entre editores, artistas y escritores: "el editor, cuando lo es de grandes obras, como promotor y financiador [...], es quien imprime el carácter a la edición. En los pequeños libros, comúnmente de poesía, en los que no hay editor o lo es de obras marginales, en ocasiones el artista dona su obra, que a la vez sirve para financiar el libro". Picasso trabajó con magníficos grabadores como Mourlot, con editores sublimes como Tériade y con escritores tan destacados como Góngora, Éluard o Cela; en su caso encontramos una colaboración entre gigantes y, por tanto, diálogos de resultado sobrecogedor. No puedo calificar de otro modo la carpeta de doce estampas que acompañó en 1931 a Le chef d'oeuvre inconnu, de Balzac, donde a veces la personalidad del malagueño vence al impulso ilustrador; o carpetas conmovedoras como Sueño y mentira de Franco (1937), con rotundos ecos del Guernica. O, frente a ilustraciones claramente decorativas, de menor compromiso con la realidad, como las que embellecieron la Historia Natural de Buffon en 1942, otras en las que se aprecia una viva implicación y un deseo de aportación propia, como las veintiséis aguatintas al azúcar con que apareció La tauromaquia o Arte de torear (Barcelona, 1959) de José Delgado, el matador Pepe Illo, una obra maestra en que la pincelada sintetiza eficazmente todas las posibilidades del movimiento.