Literatura

Bestiario

josé morella

Henry Miller

Hoy voy a hablar de Henry Miller. Pero antes necesito explicar algo: no sé si es una cuestión de clase social -llevo en los genes mi mileurismo-, o tal vez el problema estribe en mi individual, simple y mediocre neurosis, una neurosis normal como la de todo hijo de vecino. Pero la cuestión es que últimamente, y cuando digo últimamente quiero decir en los últimos años, me persigue la desagradable sensación de que nunca más seré un cliente. De que los clientes ya no existen. Me explico: en el acto de la compra me siento como un mendigo. Ningún vendedor o dependiente me trata como un ser existente. Ni siquiera me miran. Parece que sean ellos los que me estén ofreciendo una limosna por la cual debería estarles eternamente agradecido. Pido cien gramos de jamón en la charcutería y la señora, dueña de su respetable negocio familiar, me mira con unos ojos en los que leo: vaya miserable, para tan poca cosa me haces moverme. El chico de la tienda de ropa me atiende como quien espera a que un semáforo se ponga en verde, con un fastidio mudo. En la peluquería, cuando pido que me corten un poco más de pelo, la chica, visiblemente irritada, me dice: imposible, no te va a quedar bien. Pero no lo dice como quien da un consejo, sino como quien da una orden. Enrabietada porque no le dejo hacerme el corte que ella quiere. Total, que tengo que decirle, para mi disgusto, que el cliente soy yo -y en este punto, justo al oír la palabra cliente, me mira espeluznada y se muerde los labios de rabia o de asco, como si le hablara de incesto o de canibalismo- y que yo decido cuándo me queda mal o bien un corte de pelo. Para reforzar el argumento le digo que soy libre de llevar el corte de pelo más infame del mundo si es eso lo que me apetece. La chica termina su tarea en silencio, con tan mal disimulada cólera que de un momento a otro podría clavarme las tijeras en la nuca. Y yo, debo decirlo, soy un ser frágil, que huye de los conflictos siempre que puede, quebradizo como un cervatillo. Un cobarde, en suma, que pasa un mal rato hasta que sale del establecimiento con un corte de pelo inédito y ganas encerrarme en casa una semana. Todo esto por no hablar de la humillación a la que puede someterme mi compañía telefónica, mi proveedor de Internet o la empresa que me suministra la electricidad si decido comunicarme con sus operarios virtuales para consultar alguna duda. Supongo que existen peluquerías y tiendas de todo tipo en las que al entrar, como diría Louis-Ferdinand Celine, te la comen por tiempos, pero mi economía y mi ética son, ya lo he dicho, las de un mileurista, tan incapaz de soportar una adulación como de pagarla. De todas formas, ¿cuándo ha ocurrido esta inversión? ¿En qué momento nos han metido este gol por la escuadra? ¿Quién ha sido y por qué motivo? ¿Cuándo hemos dejado de ser clientes para ser esta especie de indolentes usuarios apestados? Tal vez la tienda de los paquistaníes que hay en mi barrio se salva: siempre me dicen hola, gracias y hasta luego, cosa rara en estos tiempos. Si a ustedes no les pasa lo mismo, por favor, comuníquense conmigo. Díganmelo, me serviría de gran alivio, de verdad. Fui punzantemente consciente de todo esto que me pasa leyendo un cuento que habla sobre ese cliente que ya se ha extinguido: el cliente-capataz. Aquel mundo era, seguramente, tan horrible o más que el actual, pero leer este cuento me alivió, quizá porque parece que ellos podían agarrarse a algo, a ciertas costumbres, a ciertas reglas por áridas que fueran. Se trata de La Sastrería, una narración autobiográfica de Henry Miller incluida en Primavera negra. Miller era el hijo de un sastre de la Quinta Avenida de Nueva York. El texto detalla las más variadas anécdotas familiares, pero también las de los clientes más característicos del sastre, como aquellos viejos ricachones, aquellos bastardos, como los llama Miller, que iban cada dos por tres a hacerse sus trajes y que nunca, bajo ningún concepto, pagaban. Así eran los Bendix, tres hermanos ricos que no se tragan, que no se hablan siquiera, pero que acuden religiosamente a la sastrería, de modo que el padre de Henry se las ve y se las desea para que nunca coincidan en el local. Nunca se muestran conformes con el acabado de ninguna prenda, pretexto que aprovechan para simular un horrible mal humor que justifique su cicatería. Son los clientes-capataz, que tratan al sastre como a un siervo. Para servirle a usted, se decía antes en nuestra España gratamente finiquitada. También hay, en la infancia de Miller, personajes arruinados que pasan por ser nobles europeos, y parados de larga duración que dicen valer 10000 dólares al año, de modo que cuentan con gran pomposidad, en la sastrería, que han rechazado trabajos de 9000. Está su padre, el sastre, un personaje melancólico y borracho, lúcido, que quiere tanto a sus amigos como odia su vida: es, definitivamente, uno de los mejores personajes que he conocido nunca en los libros. Mis personajes favoritos suelen ser así, mínimos, retratados magistralmente en cuatro rayas, como Henry Miller sabe hacerlo. El mundo de la sastrería de la Quinta Avenida es exactamente inverso al que me parece vivir a mí hoy en día. Los clientes de Miller eran unos verdaderos parásitos, eran las aves de rapiña que se iban comiendo el negocio. Qué iba a hacer el pobre sastre. O les fiaba o no tenía nada. Había que elegir entre el cero absoluto y la promesa de algo. Este tipo de cliente, aunque bastante atrofiado y con mucho menos poder, seguía existiendo hasta hace relativamente poco. Seguía teniendo cierta capacidad de negociación ante el vendedor. Entre ambos había, además de una transacción comercial, un tira y afloja por hacer esa transacción más provechosa para cada uno. Había un regateo implícito, un esfuerzo en el que crecía, como un hijuelo que brota del tallo de una planta, una relación humana. De odio, de afecto, de complicidad, de desconfianza, de lo que sea: vida, en definitiva. Pasiones humanas y cálidas. Ahora los clientes han muerto. Estamos en el tiempo de los usuarios. Un usuario es esto: un ciego al que meten en un laberinto inextricable con un billete de quinientos euros en el bolsillo, y le dicen: tienes dos opciones. O llegas tú solo al final del laberinto y te ahorras el dinero, o nos lo das antes de empezar, te dejamos en la casilla de salida y santas pascuas. Somos un lujo para ti, le dicen. Pero no puedes hacer preguntas, ni quejarte, ni mirarnos. No nos llames, porque te volveremos loco con nuestras telefonistas, que jugarán contigo como con un cachorrillo. Obviamente, la primera opción es retórica. Uno querría estar en igualdad de condiciones. No ser ciego, y que en lugar del laberinto estuviéramos en campo abierto. En su cuento, Henry Miller dice esto de uno de los clientes de su padre: "Cuando todas las circunstancias eran favorables, (Paul) podía acercarse a un hombre, a cualquier hombre sobre la verde tierra de Dios y, tomándolo de la solapa, lo ahogaba con amor. Nunca he visto un hombre con tales poderes de persuasión, con tal magnetismo. Cuando la marea empezaba a crecer dentro de él, era invencible". Quién puede hacer que todos los ciegos leamos a Miller.