Literatura

Untando manteca colorá

Inés Matute

Título: "Manteca colorá"
Autor: Montero Glez
Editorial: Del taller de Mario Muchnik, Madrid
Páginas: 182

Manteca colorá

Con una punta de Manteca Colorá puede uno pasar una tarde deliciosa, y no hablo de deleites gastronómicos, precisamente, sino de un libro para disfrutar al calor del sol mientras se paladea un buen vinito. Hablo de lectura de la buena - ¡ojo, que no he dicho literatura de altura!- que es la que entretiene, divierte, cuenta y enseña los dientes sin pretensión de cambiar al mundo. En las 182 páginas de Manteca, que parecen escritas a escupitajos, se airean los trapos sucios de la vida y poco más, así que os recomiendo que os mantengáis a distancia si lo que buscáis es pensamiento profundo, filosofías alternativas o ideas novedosas.

"Manteca colorá" trata del recorrido del dinero del narcotráfico por los pueblos del Campo de Gibraltar, de los chanchullos y marrullerías a los que se ven abocados todos aquellos que buscan medrar de la forma más rápida aunque ello implique pasarse la ley por la entrepierna. Los personajes centrales de la obra son un repugnante coronel retirado, metido hasta las orejas en el "business" de la droga; un muchacho, al que todos llaman "El Roque", que trafica con hachís; una moza trabajadora y de hechuras neumáticas y un atajo de fulanas y canallas del más variopinto pelaje. Aparentemente, Montero Glez busca dar conciencia de clase a unos seres que por carecer de todo carecen incluso de ésta, elaborando una trama creíble en la que los héroes escasean pero abundan los villanos movidos bien por afán de lucro, bien por sacudidas del bajo vientre. El final de la novela es francamente impactante, y llega a enganchar al lector - por su originalidad, por su humor absurdo- hasta límites insospechados. La venganza por asuntos de delación y trapicheo, cantada y anunciada desde las primeras líneas, se consuma en las últimas treinta páginas de una manera tan atroz como surrealista: Un cura, un capo de la droga, un gordo tonto, una despampanante rusa, un marinero despistado, un saco de cemento y un cubo de lunares, son los ingredientes con los que Montero aliña su última puesta en escena, que por no escatimar ni siquiera nos ahorra un revolcón apoteósico. Si algo puedo yo reprocharle a Montero es el exceso de violencia que destilan todas y cada una de las páginas: una ya sabe, a mi edad, que el mundo está tejido con esos mimbres, pero tampoco le gusta meter el dedo en la llaga ni que le cuenten los pormenores con tanto exceso de bilis. Sangre, tripas, heces, cruce de navajas y vendettas de un pueblo que vive al margen de la ley y que "carnea" a todo aquel que cuestiona su peculiar dinámica interna, por no hablar de las escenas obscenas o directamente irreverentes, abundan hasta el empacho del lector menos sensible.

En una entrevista reciente, Montero, el controvertido autor de "Sed de champán", mantiene que «en el Campo de Gibraltar hay más piratas que nunca, sólo que ahora llevan traje y corbata» También afirma que «el Estrecho es la fosa común más grande del planeta donde sólo los atunes son testigos de tanta patraña y tanta derrota». Montero sabe de qué habla, y, sobre todo, sabe poner en boca de sus personajes las palabras precisas y el ritmo respondón del pueblo llano. El lenguaje patibulario que emplea, por cierto, merece capítulo aparte. Admito que yo lo he disfrutado muchísimo, y eso que en parlas sureñas y en ambientes de arrabal no ando yo muy puesta, o quizá precisamente por ello. Se nota a la legua que el autor escribe "de oído" mientras se jacta de emplear la lengua del Siglo de Oro, sin especificar cuál es para él dicho siglo y sin distinguir entre oro y dorados de urraca. Y para muestra, un par de botones perfectamente representativos del hablar de los personajes:

Macabo tropezar con el Caracuesco, al que venía paquí. A la novia se la pegao el potaje. El Caracuesco la dejado palante y la familia de ella la tie que altanar con bulla. Anda tieso, mirusté, tie la necesidad de unos pocos de billetes y es buen marino. Si mapuro un poco entodavía me le encuentro en el muelle, melacabo ver saliendo de la casa. Y también:

Y era entonces que le empezaba la pólvora a correr, a encenderse por todo su temperamento; ay, qué sofoco, chochito, que le prende las entrañas y la pone a malbajiar, mala puñalá te den, hijoeputa, mala puñalá te endiñen, para volver de seguido a hundir las uñas en la bayeta y a echar por la boca. Si tienes sed, traga saliva, hijoeputa. No necesitaba figurarse lo que el Coronel andaba proponiéndole al Roque. El vozarrón se podía escuchar dentro de la taberna y la Sole presentía el banquete que el hijoeputa se iba a pegar. ¡Qué coraje le daba ver a su Roque to cuajao! ¡Mira tú qué coraje! Y sin embargo el muy capullo se mostraba tranquilo, con ese destello de acero en la mirada del que las tiene todas consigo Que nadie se me asuste, que por debajo de esta sarta de vulgaridades palpita una depurada y sangrante poesía: ahí debajo está el rasgueo de la guitarra de Camarón, dos paladas de sal de la mar océana y el pestazo de los atunes que se pudren al sol en las playas gaditanas. El resultado final de esta historia de escasísima historia, con todo, merece un fuerte aplauso. Pérez Reverte, padrino literario de Montero, dice que su lenguaje está entre el Cela de "La familia de Pascual Duarte" y el soberbio Valle Incán de

"Ruedo Ibérico", aunque ya sabemos que el académico diría cualquier cosa con tal de defender al autor que personalmente aupó desde el primer momento. ¿Debemos considerar la fatalidad como una de las raíces de lo andaluz? "La fatalidad", responde él, "forma parte de nuestra herencia árabe". Árabe o no, fatalidad o entretenimiento lumpen, recomiendo la lectura de esta novela a todo aquel que pueda y sepa disfrutar del trabajo de un genuino outsider de la creación narrativa, de la literatura sin complejos y de las historias ligeritas que se leen solas y no dejan huella.