LITERATURA: Paseos desde Praga - elena buixaderas

El final del verano siempre huele de forma diferente. A cereal segado, a mar templado, a noches húmedas. El atardecer se apresura y la noche avanza abrazada por una brisa más fría. Antes uno se regocijaba y consolaba sabiendo que la pérdida de luz se compensaba con la contemplación de un cielo negro salpicado de innumerables chispas estelares. Antes. Antes estaban. Las estrellas. Uno alzaba la vista y las encontraba, y sentía que formaba parte de algo indescriptible, de un universo de dimensiones inimaginables. Había un sobrecogimiento místico en esos paseos nocturnos en el borde de la ciudad, cuando la luna aún no había inundado con su claridad de plata los senderos y las copas de lo árboles. Sí, antes (eso era cuando también existían costas vírgenes en latitudes mediterráneas) había estrellas de exóticos nombres al alcance de cualquier ojo ansioso de espacios abiertos, ávido por asomarse al universo y deleitarse en la contemplación del borde de la galaxia. Las estrellas que pudieron ver Galileo desde Padua, o Kepler desde Praga, ahora permanecen sumergidas en este mar lácteo en el que hemos convertido la noche, esta penumbra plagada de farolas y cámaras en la que ni unos amantes pueden acariciarse sin ser vistos y tienen que exiliarse a un reducido espacio donde tampoco llega la luz de las estrellas.



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