LITERATURA: Bestiario - josé morella

Las vacaciones suelen dejar sensaciones contrapuestas: por una parte, angustia (¿qué hago yo ahora con mi tiempo?), y por otra desahogo tras la liberación del trabajo que nos encadena todo el año y nos sorbe la poesía de la que somos capaces mientras vemos pasar los años lo mismo que un cazador furtivo ve cruzar delante de sí, en el monte, trenes cargados de luz en la madrugada. Un mes de vacaciones puede ser demoledor. Visitando un museo o tomando una cerveza en un bar te pueden atacar -perros dobermann del recuerdo- las vidas que no tuviste, las que no te atreviste a catar, las vidas que te dieron miedo, las que por suerte o por desgracia desechaste. También pasan las cosas más extrañas; por ejemplo, cuando nosotros, los del bestiario, estamos de vacaciones, las más asombrosas coincidencias de lectura se dan de modo tan desesperadamente acuciante que nos cuesta creer lo que estamos leyendo. Son coincidencias que no se dan en la vida normal, en eso que se llama curso laboral, y no porque no leamos durante esos meses. Leemos sin pausa, con una avidez algo improductiva. Sin embargo, esas maravillas como lagartijas brillantes en la hierba, esas coincidencias, sólo vuelven a habitar los libros para nosotros cada vez que llegan unas vacaciones. Son una especie de señal, de oráculo que nos quiere hablar, y que como mínimo nos deja intuir que la vida verdadera tiene que estar en otra parte, que lo auténtico no pueden ser esas clases de español para extranjeros en las que, como un aburrido funcionario de correos, nos vemos obligados a contestar a las mismas preguntas una y otra vez, dejando que las horas pasen, torturantes, como lentos cánceres sobre nuestra paciencia y sobre nuestra creatividad. Los alumnos, esos pseudoturistas de apariencia apacible, piden y piden informaciones que un día, para perdición nuestra, acabaremos escupiéndoles a la cara de mala manera. Por eso, quizá, en las vacaciones nos atacan estos sorprendentes avisos del cielo. Para que juzguen ustedes mismos, reunimos aquí las más llamativas (hay muchas más) de las últimas “coincidencias vacacionales”:

Leo, en Dylan Thomas, una serie de poemas en los que se repite varias veces la expresión “the wren bone” (el hueso de jilguero). Al día siguiente, abro un libro de José-Miguel Ullán y me encuentro con el siguiente verso: “Acuérdate: Mi futura ancianidad se apoya / En un hueso de pájaro

Unos días más tarde vuelvo a mirar el libro de Thomas y veo que en un verso habla de sí mismo como quien “doublecrosed my mother’s womb” (el que cruzó dos veces el vientre de mi madre). Pocos minutos antes, había leído el último verso del poemario Sed adentro, de Hugo Mujica, que dice: “la muerte es nacer afuera”.

Curiosamente, en ese poemario de Mujica había leído un verso precioso: “desnudo se es todo rostro”, para de inmediato, y por azar absoluto, hojear el libro Ética e infinito, de Emmanuel Levinás, y leer: “la piel del rostro es la que se mantiene más desnuda (...) El rostro está expuesto, amenazado”.

Un personaje del japonés Kenzaburo Oé, Himiko (en Una cuestión personal) habla de los universos paralelos, y de cómo no morimos, sino que saltamos a otro universo, a otra parte paralela y seguimos viviendo allí. En el libro que leo a continuación, El maestro de Petersburgo, de J. M. Coetzee, se puede leer un argumento idéntico, en el que el padre de un joven muerto asegura que su hijo está vivo en “otra parte”.

Mi compañera me habla de Silverio Lanza; pregunta si le conozco. Al cabo de un rato, saco la Biblioteca personal de Borges de la estantería y abro por cualquier página, al azar. Lo primero que ven mis ojos es “Ramón Gómez de la Serna: prólogo a las obras de Silverio Lanza”.

Veo, en Estrella Distante, de Roberto Bolaño, la palabra “suítico”, adjetivo que no había oído jamás y que, según parece, es como en Chile se refieren a lo cursi o amanerado. Poco después, en el prólogo a los Pensamientos de Leopardi (escrito, claro, por un chileno), vuelvo a ver esa palabra por segunda vez en mi vida.

Leo la impactante y divertida novela de Fernando Iwasaki, Neguijón, en la que aparece un famoso pirata holandés contemporáneo de Cervantes, Jori Van Spielbergen. A los dos o tres días, me encuentro con un aforismo de Karl Kraus que lo nombra.

Leo y termino Los papeles de Aspern, de Henry James. Inmediatamente, empiezo El loro de Flaubert, de Julian Barnes. A pesar de que son libros de épocas y estilos totalmente diferentes, no tardo en darme cuenta de que el segundo es una reescritura del primero. La trama es idéntica.

Como colofón irónico, me encuentro, en la pàgina 78 del citado libro de Barnes, las siguientes afirmaciones del narrador: “a mí no me gustan las coincidencias. Las encuentro un tanto espeluznantes”; “...desde el punto de vista estético, (las coincidencias) siempre tienen aspecto de putón verbenero”. ¿Se está riendo de mí, ese sabelotodo de Julian Barnes? ¿Hay alguien ahí atrás que lo sabe todo? Prefiero pensar que no, que se trata de un guiño, un aviso de que esta vez, al llegar a mi ciudad y volver a mi consabida rutina, mi vida no debería tenerlo tan fácil como siempre para volver a pasar como una apisonadora por encima de sí misma y suicidarse de nuevo, igual que hace cada otoño; y que un poco de esta cosa, que me gusta pensar mágica, va a acompañarme para que pueda vivir el resto del año con estas gafas de poeta que llevo puestas y que me quizá me sirvan para no bañar otra vez, ahora que empieza un “nuevo curso”, las cosas con mi habitual escepticismo, mi habitual descreimiento, mi habitual desmitificación de lo real. No vuelvas a hacerlo, me dicen, no te dejes llevar. Resístete. Ríete al menos un poco.



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