LITERATURA: Bestiario - josé morella

Ha salido ya la edición de bolsillo, y nuestro ídem se regocija, de Non olet, el libro de ensayos de Rafael Sánchez Ferlosio. Dado el retraso de nuestra lectura, debido a esta estúpida manía del ahorro que tenemos los pobres –el precio queda reducido casi a la mitad en esta nueva edición, cosa que serviría al autor, curiosamente, para un capítulo más de su obra- no vamos a detenernos mucho en parafrasear un contenido que ha sido volcado en otros lugares. El libro nace de la idea de que la principal actividad de nuestra economía es la producción, por parte de la publicidad, de consumidores: «Ya no se produce para satisfacer las necesidades -o lujos o caprichos- de los consumidores, sino que se consume para satisfacer los intereses de la producción». El texto nos hace pasear por multitud de caminos como la moda, el cine, el canon de belleza, los cosméticos, los horarios de los grandes almacenes... Todos esos caminos están llenos de deliciosos paisajes. Uno se ríe o se enternece con Ferlosio, se enfada con el mundo, se abisma. No hay ni una página de desperdicio. Una de sus ideas más fértiles es la que nos explica que el ocio no se opone al trabajo, sino a algo más amplio: a cualquier cosa que tenga un mínimo contacto con la sociedad de consumo, con la rueda de la economía global. De manera que, para Ferlosio, el acto de comprar, consumir, tragar publicidad en la televisión, ver películas, es decir, prácticamente todo lo que la gente hace con lo que llama su “tiempo de ocio”, es lo contrario al ocio. Esta paradoja falsa se explica porque el poder económico, para perpetuarse, dicta que la publicidad debe hacernos creer que el ocio consiste en la consunción de cosas, personas y otros entes más abstractos. El ocio real sigue siendo patrimonio de cierta clase social para la cual la actividad de comprar no se suma la de trabajar en una peluquería o encima de un andamio. Total, que cuando compramos no descansamos. Sin embargo, nadie parece descontento con esta evidencia. ¿Cómo es posible, parece sugerir el texto, que tamaña barbaridad no sea discutida, si todos la vivenciamos? Es esta la parte del texto que más nos ha impresionado, y en la que vamos a detenernos aquí.

El consumo nos provoca un cansancio sin objeto. Un cansancio que no corre paralelo a un objetivo por el que se ha invertido un esfuerzo. No es correlato de nada. Cuando un atleta se entrena para una maratón, el cansancio que el entrenamiento le deja en el cuerpo es el correlato del esfuerzo y, a la larga, de los resultados, más o menos buenos, que obtenga en la competición. Cuando estudiamos una lengua extranjera, el cansancio funciona igual. No nos aturde, porque sabemos para qué estamos fatigando nuestra mente: para aprender. Pero cuando compramos, el cansancio no encuentra el correlato que lo explique, dado que el objeto que adquirimos no nos satisface, no lo necesitamos, ni siquiera lo queremos de verdad. De tal desajuste no se extrae recompensa alguna: ya la commodity, a esta altura, se ha revelado como un objeto fantasma, y tú vienes reventado del bullicio del centro de la ciudad, mareado de leer los títulos de los cedés en esa tienda con luz de hospital, agotado del roce con miles de personas en los centros comerciales. Ese desajuste, el alma solo tiene un modo de compensarlo: segregando un inmoderado flujo de melancolía. Esa melancolía será, en el comprador, la señal de que es un hombre sano, esto es, no será un emópata. Sánchez Ferlosio llama emopatía a la necesidad patológica de comprar. Todos hemos sentido ese vacío alguna vez, ese “por qué he comprado esto”. Esa tristeza no es más que la señal de que podemos percibir (porque nuestra salud mental aún está entera) en el estómago la burla con la que los poderosos nos engañan hoy en día: la publicidad, que nos produce a nosotros, nos modela la voluntad. Los verdaderamente enfermos son de dos tipos: aquellos que, a pesar de sufrir la melancolía de la compras, no son capaces de usar esa melancolía como aviso indicador y, así, no pueden evitar la compra compulsiva de chorradas; y, por otro lado, aquellos que no sienten ningún tipo de melancolía, aquellos cuya vida está localizada en el centro de un vendaval tan vertiginoso, aquellos que se paran tan poco a reflexionar sobre los actos que han llevado a cabo, que ni siquiera se dan cuenta, a corto plazo, de lo que están haciendo. El cansancio de la compra, en ellos, está tan automatizado que ya no pide correlato, no lo necesita. No hay desgarro. Es curioso que la melancolía, que ha significado históricamente locura y enfermedad, sea aquí la marca de la buena salud. Y en tercer lugar están los ricos, que no están enfermos. Sólo se es emópata en tanto que se tiene que trabajar para conseguir el dinero que finalmente se consume en la cadena de producción de deseos que es la publicidad. Esta es la lección de Ferlosio. Los ricos, los poderosos, marcan tendencias que todos siguen porque todo en ellos es ocio. Se dedican a contratar publicistas para que toda esta perversión no tenga jamás freno.

Es interesante, siguiendo las tesis de Ferlosio, pensar en las nuevas profesiones, salidas, como las nuevas necesidades, de la nada. Son profesiones en las que sólo hay carcasa, anuncio. Creadas por publicistas (de los que al autor dice lo siguiente: todo publicista está intelectualmente corrupto, todo anuncio es un agravio para las personas), estas nuevas profesiones son productos que, como tantos otros, no necesitamos. Productos fantasma. Aquí vamos a dar sólo tres ejemplos. El primero es del personal coach, esa engañifa que no es más que un amigo al que pagamos para que sea amigo (o sea, un puto amigo), un “papi” para el mimado niño ejecutivo que no sabe afrontar la adultez ni su vida miserable de ejecutivo. Después tenemos al comprador profesional, esa persona que gana un sueldo por ir comprando de tienda en tienda para proveer de información in situ, como cliente, a las corporaciones y marcas: este es a la vez un chivato y un espía, que se dedica a soplarle al jefe las tendencias de los otros jefes y las cosas malas que ocurren en sus propias tiendas. Un tercer ejemplo sería el probador de comida en restaurantes, que va repartiendo, como jurado, estrellas michelín. Un tipo que nos dice en qué lugar nos robarán con más clase nuestro dinero, y que no nos recomienda jamás que vayamos al restaurante de siempre, bueno y no muy caro, por supuesto. No son nuevas, estas profesiones, pero lo nuevo en ellas es que ahora cualquier persona, sin pertenecer al mundo de la realeza o la aristocracia, las requiere. Antes pertenecían tan solo a los elegidos, a los que conocían el ocio verdadero. El personal coach es el equivalente al antiguo valido. ¿Qué era para el inseguro, indeciso e inconstante Felipe IV la figura del conde-duque de Olivares, si no un poderoso personal coach que, como los de ahora a sus clientes, le tomaba el pelo? El comprador profesional, por su parte, también tiene equiparación en la antigüedad. Con el nacimiento del comercio, durante la edad media, los exploradores que viajaban a Asia y traían productos para seducir a los cortesanos (especias, pieles, joyas...) no hacían más que crear consumidores. Pero eran, de antemano, consumidores muy poderosos. Los de siempre, los ociosos verdaderos. Marco Polo fue el más famoso de estos mercaderes. Por último, el probador de la guía michelín tendría dos vertientes. Por un lado los mismos mercaderes viajeros, que traían especias y plantas exóticas, frutas secas y demás para que los nobles las probaran y siguieran pagándoles sus viajes y vidas de aventura, y por otro las personas que se encargaban de hacer la salva, esto es, pregustar la comida de reyes o personajes importantes antes de que estos la comieran, para evitar envenenamientos. Vaya paradoja.

Ahora, la publicidad nos quiere hacer sentir que todos somos reyes: queremos comer en El Bulli, servidos directamente por Ferran Adrià; llevar la misma ropa que tal futbolista o actor; y todos tenemos muy importantes proyectos que llevar a cabo y poca fuerza para realizarlos, de modo que vengan a nosotros personal coaches a mansalva. Vivimos como reyes y somos desgraciados como esclavos.



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