LITERATURA: La quinta columna - "El mundo es ancho y ajeno... y redondo " luis arturo hernández

Reseña de El mundo es redondo, de Iva Pekárková. Ed Metáfora, Madrid, 2001

Volvió la literatura centroeuropea, al filo del fin del siglo XX, a situar la acción en los campos, si no de concentración, sí de refugiados, por mor de la actualidad sociopolítica.

Y así El mundo es redondo, de la joven escritora checa Iva Pékárková, mostraba uno de estos campos como metáfora de la transitoriedad a la que se ve condenado el hombre –una mujer en su caso- y la cruda peripecia de la protagonista, un ser que añora lejanías rodeada de prófugos del yugo socialista –en especial eslovacos y polacos- sin más nexo de comunicación que “la lengua eslava universal” –“El campamento era principalmente una institución de espera. Un lugar donde todo lo que ocurría actualmente carecía de significado, a no ser que guardara relación inmediata con lo que (quizás) lo tuviera en el futuro”; “El campamento era una vulgar ciudad internacional en pequeño. Era el humus. La repugnancia y la esperanza”; “El campamento es como un monstruo informe que no tiene ni principio ni final”-.

De neto carácter autobiográfico, El mundo es redondo narra, a modo de memorias, el descenso al Infierno de una joven praguense que abandona el Purgatorio del Socialismo real poco antes de la “Revolución de Terciopelo” para asaltar el Paraíso de los EE.UU.

Una muchacha emancipada, liberada, sin tabúes ni prejuicios –“(...), cuando Mirek me llevó oficialmente a su camita del Hilton, hice con él sin la menor inhibición cosas que unas cuantas semanas antes no hubiera podido ni imaginar”-, para quien la sexualidad se convierte en una obsesiva y compulsiva manera de conjurar la angustia existencial –de espantar los malos sueños, las pesadillas en que se reciclan las experiencias negativas-, y que va a hacer de la escritura el atrapasueños que rescata de los agujeros negros de la memoria la larga estancia en un campo austriaco que culmina con su violación masiva.

Y es que hay en la actitud de la narradora una imbricación machihembrada, en lo que se refiere al sexo, entre su exaltación carnavalesca y festiva en el “cuerpo popular de la especie”, como lo formulara Bajtin, y su degradación deshumanizadora, contemporánea, en la línea de la cosificación que postula Kayser, de lo grotesco como categoría estética en sendas hipótesis clásicas –“el campamento (...) son dos serpientes que se engullen mutuamente sus colas”-, que se zanjará con un canto al vitalismo de la supervivencia.

EL MUNDO ES REDONDO... Y EL CULO TAMBIÉN o VERANILLO DE LA 42

Y, al mismo tiempo, al compás de una copulación colectiva, de un rito de fecundación orgiástica terrenal, asoma la “alegre materia” bajtiniana de la escatología revitalizadora –“se encuentra ante la terrible elección de sufrir entre los excrementos o ser un excremento más.Y de ese modo acostumbrarse a estar en un pozo negro como en casa”-.

Desde el goce primitivo de la mujer que se siente objeto de deseo en un androceo –“en el Hilton... el peligroso y misterioso Hilton que te envuelve como un pulpo con decenas de tentáculos y ventosas, (...), que con su pulso te llevará al absoluto. El Hilton era ese amante perfecto, el más completo”; “se trataba de un ser bueno, hospitalario y omnívoro, que estaba dispuesto y agradecido a aceptar lo que fuera, cuando fuera y como fuera –y a ser posible, por todas las oquedades del cuerpo”-, óvulo solitario entre el bullir de espermatozoides, que tienta los límites empujada por el deseo, que viola las fronteras morales del campo –de cultivo- de los varones, pasará de golpe -y porrazo- a ser objeto de la violación colectiva a manos de más de una docena de albaneses –los secuaces de Zolo-, sometida a la tiranía de los prófugos del régimen de Tirana –de penes afilados como las navajas de los kosovares de la camareta 42-.

La fragmentariedad pornográfica proverbial del carnaval bajtiniano –“El empapelado de entrepiernas rosadas no era perfecto. (...) pero mi boca coral quedaba separa del resto del cuerpo (...), y Mirek lo prefería así, tenerme decapitada, no para ver sangre sino por comodidad, quería que mi cuerpo se le entregara”- se torna despedazamiento sexual y despiece deshumanizador –“la clavan en su cruz en la cama (...), está desnuda sólo por abajo, porque sólo por abajo la quieren usar. Yacíamos aquí como en un escaparate, sin ropa y sin alma;igual que los recortes rosados, en papel satinado, de las revistas porno”-.

Un juego peligroso, en definitiva, del que la protagonista saldrá reafirmándose en sus ganas de vivir, negándose haber vivido en el terror y apostando por el renacer vitalista.

Y todo ello con una prosa confesional, de urgencia, de diario de campaña y grado cero de la escritura que recuerda, en ocasiones, la sintaxis desnuda y cortante de la húngara Agota Kristof y, en otras, el descuido de ciertos epígonos del realismo sucio, iluminada tan sólo por algunas imágenes poéticas, como la ráfaga que recorre la novela –naranja azul del planeta, globo, pera amarilla de la bombilla, bala, vientre...-, una isotopía de la redondez que constituye la médula de la narración y motivo recurrente del anhelo de la fuga: “La redondez de un gran mundo al que algún día llegaré –y la redondez que estaba profundamente en mí: la redondez de ese sueño en que tú misma, como una madre, abrazas al mundo entero”. Una vía purgativa que la lleva a la iluminación final, en su viaje por España, a dar sentido al color anaranjado del “mundo libre” de los mapas en un amanecer de luz solar –“El color naranja representaba aquí la maduración, el hábito de un monje, el color de las dulces naranjas que había robado en parques de Castilla”-.




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