OPINION : "Cenizas de puro habanero" luis arturo hernández

Tristes tigres de papel
si no mueren de humores.
Tristes, tristes.
Hernández

"Y nos divertíamos."
J.M. Plaza

No es que se (nos) haya muerto Guillermo Cabrera Infante, es que muere con él el tiempo de deslumbramiento juvenil por sus cuentos, aquello que mientras él vivió era pretérito imperfecto y ahora se da por concluido. Es aquella juventud en que la luz y la sensualidad –y el expresionismo negro de las viñetas de la represión de Batista- nos deslumbraron -o asombraron- lo que muere, queda clausurado, es desde hoy ya pasado.

Y lo mismo que aquella ciudad literaria de La Habana -tan verbal, tan vital- era para mí una geografía imaginaria, mucho más prodigiosa que la que años después conocería, y que aquella Revolución era flotante Utopía y no la Dictadura que sigue siendo, aquella fascinación juvenil por Así en la paz como en la guerra -más que la maniática torsión del verbo de Tres tristes tigres, cuando aún no había sucumbido uno al Barroco que lo embarga-, pasa a ser también la ensoñación de una tarde del verano de la Vida, pasajera pasión de juventud, un recuerdo reinventado.

No encuentro otra explicación a este amable duelo, a la querencia por esta melancolía que me deja la noticia de la muerte del tigre de papel, con quien me sentí reconciliado, tras años de repugnancia ideológica –duelo al sol, antes; duelo y quebranto quijotesco-cabreresco infantil, luego-, gracias a La Habana para un infante difunto y Vista del amanecer en el trópico, cuando ya estaba atrapado uno-ignoro si irremisiblemente- por el descoyuntamiento abarrocado del lenguaje, envenenado por las palabras, infectado de alegoriasis, contagiado de esa pandemia de letras -y paronomasias- que ha acabado con él -¿Quién mató a Cain?-.

Y ese espejo que no empaña ya el aliento de humo –de nuevo diabólico- del tabaco es, en cierto modo, el espejo difuminado –esfumado- de mi prolongada adolescencia, en el que reconocí tiempo después un lejano aire de familia, cierto parecido con el que luego yo habría de llegar a ser. Por eso viene a cuento ahora esta elegía, no tanto por él –que nuestro altruismo, o arturismo, no da ya para tanto-, sino por lo que desaparece de uno como lector con esa muerte -y que bien pudiera haberse dicho parafraseando un bolero-.

Confiemos, por último, en que la urna cineraria de los restos de Infante difunto pueda aventarse, como el cenicero rebosante del puro habano que fue él en vida, antes de que, consumida como una Cenicienta a la espera de su príncipe azul, su isla natal se reduzca a pavesas –para una infanta difunta-, hecha polvo, mal humo/r, sombra del paraíso, nada de nada.



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