LITERATURA: Bestiario - josé morella

Atahualpa Yupanqui tenía en su repertorio una canción llamada “Los ejes de mi carreta”, que dice: “porque no engraso los ejes me llaman abandonao; si a mí me gusta que suenen, pa’ qué los quiero engrasaos”. A la voz poética de este poema le gusta el sonido de sus “ejes”, es decir, le gusta explicar el funcionamiento de su propia vida. Contrastar sus pensamientos lanzándolos al aire en voz alta. No oculta ningún tipo de información: es una persona de la que se sabe todo, que le cuenta a quien quiera oírlas las vicisitudes de su existencia. Sin embargo, recibe quejas del exterior, o de algunas voces del exterior, que le conminan a “engrasar los ejes” de su carreta, es decir, a silenciar su voz; a callar, al menos en parte, esa información que a él no le importa dar, esas cosas que, de hecho, le gusta o le tranquiliza decir. Y, acusándole de poco pudoroso (“abandonao”), le apremian a que las calle. Parece que faltase al decoro (decoro: conformidad entre el comportamiento de los personajes y su clase social), a lo que el mundo burgués llama “saber estar”. En estos dos versos oímos a dos fuerzas de la sociedad en total contradicción: la necesidad de escudriñar en la verdad para vivir mejor, o con más dignidad, sin vergüenza de lo que uno es; y el instinto contrario, el de silenciar las cosas para que se conserven tal y como están. Para que no cambien, puesto que cualquier cambio podría amenazar la buena posición de quien tiene la suerte de disfrutarla. Estamos ante un tema fundamental para entender la historia: el del silencio. La historia de la humanidad está hecha, también, a base de silencios, y hace una falta tremenda el historiador que nos los desvele. Hay muchos ejemplos, pero tomaremos uno de actualidad. Con motivo de la gran polémica desatada en estos días en la vida política a causa de las acusaciones que los políticos de Cataluña se han estado lanzando (corrupción organizada, chantaje), se ha abierto la caja de Pandora del silencio. Se acusa a determinado grupo de haber cobrado comisiones ilegales, de manera continuada, por las obras públicas. Es decir: algo sobre lo que, presuntamente, caía un manto de silencio ha sido desvelado, aunque no demostrado. Y si leemos los periódicos con atención, encontramos piedras preciosas: en el diario El País del domingo 27 de febrero, el presidente de una asociación patronal decía lo siguiente: “a los empresarios no nos gusta el ruido, venga de donde venga. Queremos estabilidad, que se gobierne, nada más”. El empresario en cuestión, cuyo nombre no viene citado en el diario, se hace un bonito retrato con sus propias palabras. ¿Qué quiere decir con “ruido”? ¿Quiere decir, acaso, información, o sea, transparencia? ¿Qué quiere dice con “que se gobierne, nada más”? Resulta fascinante, sobre todo la expresión “nada más”. ¿Cómo es posible gobernar y “nada más”? Ese “nada más” significa: que se gobierne sin levantar ninguna alfombra que oculte un montón de polvo, sin dar ninguna información sobre ningún problema posible. Que se gobierne silbando, mirando hacia otro lado, disimulando. Que no se note, que no traspase, como decía el anuncio de compresas. Que, en definitiva, no suenen los ejes de la carreta de los políticos, que diría Atahualpa. Engrásenlos, dice el empresario. Que nadie nos saque de donde estamos, porque estamos muy bien. Nosotros, dice el empresario, les pagamos generosamente a los políticos por su “colaboración”, pero por favor, les exigimos que engrasen sus ejes. No sean tan desagradecidos. (Por supuesto, hay que decir que los políticos que han acusado a otros de corruptos no han hecho sonar los ejes por dignidad personal, sino para ganar algo, así que no me los confundan con el gran Atahualpa, por favor...)

Y todo esto nos trae a la cabeza al último, excelentemente otorgado, premio Cervantes, Rafael Sánchez Ferlosio. Se trata de un escritor tan serio como incómodo, que ha sabido entender que el escritor no se hace sólo en el campo de la ficción, de modo que nos ha regalado excelentes ensayos. Es, posiblemente, el mejor ensayista en español del siglo, junto con Octavio Paz y Borges. Pero menos vanidoso, menos excesivo, más humilde (en el mejor sentido de la palabra, o sea, menos afectado, menos pagado de sí mismo). Y sus ensayos, en gran parte, están destinados a una labor que requiere un esfuerzo de erudición descomunal y una inteligencia valiente: se trata de encontrar los grandes y graves silencios de la historia y desvelarlos. Resulta tan impactante como necesario leer un libro -lleno de carácter al tiempo que de precisión de investigador- que escribió con motivo del aparatoso centenario del descubrimiento de América y la parafernalia de Sevilla 92: Esas Yndias equivocadas y malditas. En ese libro habla sobre la actitud de los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo, y haciendo acopio de todos los textos que resulten reveladores, pero sobre todo del trabajo de Bartolomé de las Casas y de los textos referidos a las bulas papales y a la colaboración entre los Papas y la monarquía, discute la manida afirmación de que la conquista representó una violencia relativa, de baja intensidad. Se opone a las tesis oficiales, defendidas principalmente por Julián Marías, según el cual la aportación de la cultura occidental y las formas “suaves” de la evangelización durante la conquista hicieron aparecer esa amalgama de culturas que tanto se ha celebrado, y ahora todavía con tanta prosopopeya manipulan verbalmente, en beneficio propio, políticos de aquí y allá, instituciones varias, Institutos de expansión del español, etc. Hoy en día debería ser obligatorio, en la enseñanza media, referirse al texto de Ferlosio, y no lo es. Porque para ser un individuo responsable y comprometido con la propia colectividad es necesario que conozcamos las contradicciones de la historia de dicha colectividad. Apenas ningún español con estudios medios sabe cosas esenciales que aparecen en ese libro, como que el noventa por ciento de los habitantes de los territorios conquistados murieron en menos de ciento cincuenta años, y no sólo por las enfermedades que llevaron los conquistadores. Casi nadie sabe, todavía, y muchos de los que lo saben lo callan, que un método habitual en las luchas contra la legítima defensa de los indígenas era el conocido como “aperreamiento”, es decir, utilizar perros, animal desconocido en esa zona del mundo, para matar a los indios. Esta es una de las torturas más dolorosas que se puedan cometer y, en fin, una de las muertes más horribles. Fueron las dentelladas de los perros, amaestrados para no parar hasta que los hombres quedaban inertes en el suelo, los que acabaron con la resistencia. Muy pocas personas saben, del mismo modo, que un método muy convencional de matar indios era colocarlos en fila, los pechos pegados a las espaldas, y disparar una bala a quemarropa en el primero de la fila, que traspasaba cuerpos y acababa con la vida de diez o doce, masacre esta muy económica y de la que gustaban mucho nuestros paisanos. Y que este tipo de muerte se ejercía para atemorizar, como ejemplo disuasivo, ante grandes multitudes. Muy poca gente sabe que muchos indígenas preferían el suicidio a cualquiera de estas muertes. Sin embargo, cientos de académicos se relamen de gusto hablando, por ejemplo, de la riqueza de la lengua castellana, de las variedades americanas, cosas así. Nadie explica paradojas como la siguiente: los españoles dotaron al nahuatl, lengua hablada en el Nuevo Mundo, de una gramática para que se conservara, pero aniquilaron a todos sus hablantes. Para qué querían ellos una gramática. Querían vivir. Para saber todas estas cosas necesitamos gente que se parezca a Ferlosio, gente a la que no le guste tener los ejes de su carreta engrasados, ni que otros se los engrasen. Que no toleren el silencio de los ganadores ni de los, como él los llama, apologetas, esos que convierten en héroe o prócer de la historia al primer compatriota cuyo nombre se les cruzó de niños en los libros del colegio. Cualquier sociedad adulta y justa debería no tolerar el silencio, reaccionar ante él como un resorte. Para que sea legítimo que nos sintamos, no ya orgullosos (no creemos, por otra parte, que el orgullo sea un sentimiento necesario, ni tan solo apreciable, cuando hablamos de una comunidad), sino simplemente cómodos formando parte de nuestra sociedad, tenemos que vivir sin ignorancia de los grandes silencios que la traspasan. En caso contrario, por muchos siglos de europeos viejos que digan que tenemos, los españoles no pasaremos de ser inmaduros prepotentes, adolescentes de la historia. Por eso es fundamental leer a Ferlosio, para que los chirridos de nuestra carreta se oigan y la gente nos pueda adivinar antes de ver aparecer nuestra silueta por la esquina.


Rafael Sánchez Ferlosio


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