OPINION : "Bajo un cielo que no es el suyo" inés matute

Leí hace poco, en uno de esos suplementos que gracias a su sobredosis de información consiguen que el descanso dominical no sea tal, los agobios de las famosas – y también de alguna anónima empeñada en dejar de serlo a golpe de retrato testimonial –obligadas a dejar casa y retoños en manos de desconocidas de cuestionables referencias. Lamentarse desde el lado bueno del mundo no tiene mérito; a fin de cuentas, fuimos nosotras quienes nos partimos el pecho en nombre de la igualdad laboral y otras lindezas propias de la edad reivindicativa, así que de más está lloriquear ahora por el nido vacío, el marido malcomido, la fámula renqueante y el niño desatendido. Cuando teníamos niño marido y nido, pero no teníamos despacho, subrayábamos anuncios hasta fundir el Stabylo porque quedarnos en casa nos parecía una pérdida de tiempo y un freno a la verdadera vocación. El mejor modo de desperdiciar vida y estudios, en suma. Y en cierto modo, teníamos razón. Pero las “estupendas”que no han fregado un plato en su vida y que entienden de culos escocidos lo que yo de la fusión fría, nos cuentan desde la portada de un magazine que en el fondo todas somos víctimas del modelo marujíl, pero como la hipoteca y el ego no dejan elección, repasamos una y otra vez la lista de candidatas al puesto decididas a encontrar a la sustituta ideal (que raramente resulta ser ideal) mientras concertamos cita con el pedicuro y el profesor de yoga, cuando no nos desdoblamos y hacemos carambola de puchero y punto inglés. Pasaré por alto su desenfadado rol de “sufridoras de luxe” para centrarme en esas otras mujeres que a menudo nos pasan desapercibidas. ¿Quiénes son ellas? ¿de dónde vienen? ¿qué buscan? Hace veinte años, las conversaciones femeninas relativas al servicio doméstico se veían como una frivolidad, amén de estar reservadas a una minoría de burguesas ociosas tan implacables con la virtud como con la prueba del algodón. Mujeres de cardados imposibles y tardes lánguidas pasaban revista a sus “tatas” como los generales pasaban revista a sus tropas. La plata, el almidón y las “chachas” constituían el único territorio donde las ociosas ejercían el ordeno y mando. Actualmente, las empleadas domésticas siguen protagonizando gran parte de las conversaciones femeninas, pero no de forma superficial. Las mujeres de hoy somos un manojo de nervios que, lejos de exigir cofia y sapiencias de Parabere - aquella marquesa que para preparar una sopa escaldaba una tortuga sabanera o un faisán- buscamos en nuestras iguales alguien a quien confiar niños y ancianos esperando que ni unos ni otros sepan apreciar la diferencia con respecto al trato que nosotras mismas les dispensaríamos de no ser tan brillantes y tan hijas del milenio. Estas mujeres llegan de Rumanía, de Perú, de Ecuador y de muchos otros países cuya extrema inestabilidad y pobreza les impide vivir con DIGNIDAD. Acostumbrarse a un mundo de quejas y abundancia no debe de resultarles sencillo, tampoco lo es amoldarse a una cultura distinta- llena de tics consumistas- y a su primera Navidad en soledad. Lógicamente, cuando la empleada sufre, sufren de rebote nuestras familias, y es entonces cuando nos planteamos, egoístamente y por primera vez, si acertamos o no en nuestra elección. Sin otras consideraciones, sin ponernos en su piel. Nadie duda de ya de la importancia de su aportación para que muchas mujeres puedan conciliar vida familiar y laboral; tampoco duda nadie de la importancia del trabajo de las amas de casa tradicionales que, con su esfuerzo y trabajo silencioso – o lo que es lo mismo: sacrificio y renuncia- se ocupan del más de un millón y medio de personas adultas que no pueden valerse por sí mismas, por no hablar de nietos e hijos malcriados adictos a la sopa boba. Curiosamente, quienes más bienestar producen, menos se benefician de las ventajas sociales por las que tanto lucharon sus compañeras universitarias, las mismas que ahora se cuestionan – a ratos, en las horas bajas- si hicieron bien o no cambiando el mandil por el attaché. La futura Ley de la Dependencia extenderá sus ayudas sociales a las que hasta ahora han sido las auténticas sustitutas del Estado, eso sí, sin sueldo ni reconocimiento, para que muchas mujeres se liberen de horarios esclavizantes, noches en vela y espaldas machacadas. Si además el ministro Jesús Caldera consigue poner en marcha su Ley de Igualdad, que promocionará el reparto democrático entre los sexos, tanto en las casas como en los consejos de administración, tal vez la próxima vez que hablemos de conciliar trabajo y familia no lo hagamos desde un punto de vista estrictamente femenino. Cuando mujeres y hombres se repartan equitativamente la enorme responsabilidad que es la familia, la verdadera libertad se escribirá en letras mayúsculas y las famosas dejarán de recordarnos lo complicado que es encontrar una “tata” decente, culta, sensible, cariñosa, limpia, ordenada y servicial a precio de saldo. Lo triste es que ecuatorianas y rumanas seguirán preguntándose qué diablos es eso de la igualdad. Y nosotros seguiremos pensando en exprimirlas más y mejor, sin verlas ni por un instante como los seres humanos que son y, lo que es peor, sin conocer su injusta realidad.



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