LITERATURA: Bestiario - josé morella

Desde que existe la literatura, en ella aparecen como motivo los animales. El gran pez que se traga a Jonás, por ejemplo. Es una perogrullada, nos diría alguien, ya que los animales son una constante en la vida, y eso se refleja en los textos. Nos han proporcionado alimento, han arado los campos, nos han acompañado. La obviedad deja de serlo tanto cuando uno se da cuenta de que al observar a los animales lo que estamos haciendo es observar nuestro límite de ser. Es decir, a nosotros mismos. Limitamos con los animales como limitamos con las paredes de la casa o con la atmósfera o con el océano. Cuando los miramos nos buscamos inconscientemente, y de ahí que pequemos de antropomorfismo al describir a los bichos: decimos que el gato duerme la siesta, o que el león devora a su presa. No. El gato simplemente duerme. No sabe lo que es la siesta. Y el león no devora. Come con gran naturalidad, no conoce hipérboles en el comer. Cuando miramos animales, pues, miramos humanos. Todavía hoy resultan conmovedores los libros que Maeterlink escribió sobre la vida de las hormigas, las abejas y los termes, de los que, por cierto, sale el afortunado título de la película de Erice, El espíritu de la colmena. El ejemplo contrario a Maeterlink sería Kafka, cuyos animales funcionan de un modo distinto. Kafka usa a los animales para escapar del lenguaje humano y de sus trampas, para hacer literatura desliteraturizando el lenguaje. Usa los chillidos de los ratones, los ladridos de los perros. Deleuze llamaba a estos chillidos animales “puntos de fuga” del sentido. Gritos radicales que crean fisuras por las que salir del laberinto del lenguaje, es decir, del mundo. Todo esto viene a cuento de dos magníficos libros que nos hemos echado al buche con gran placer esta semana: Gatos (Pre-Textos), el último poemario de Darío Jaramillo, y Los peces negros (Bassarai), la novela de Luisa Etxenike.
Gatos nos ofrece una por momentos hilarante fusión de la imagen del gato, de su figura extraña y omnipresente, con la voz del poeta, que a veces se aparta del animal para explicarlo y otras veces confiesa ser, él mismo, un gato. El resultado es delicioso. Como el poeta, el gato existe por existir. No es necesario, no tiene función social ni papel en la naturaleza: no es fiel amigo del hombre solitario, como el perro, ni de su caza depende ningún depredador. No quiere estar donde está, no pide nada, y cuando le dan comida o leche la toma como si le hiciera a su amo un favor. Es el rey del mundo, algo así como el amo del amo, el cual, por cierto, representa el papel de esclavo a la perfección. Todo en el gato es pereza, misterio, somnolencia, quietud. De alguna manera, Jaramillo define su poesía y su propia identidad de poeta con la figura del gato, al que admira y en el que, de tanto mirarlo, se convierte; hagan la prueba y sustituyan la palabra “gato” por la palabra “poeta”:

No son de este mundo, /los gatos no son de este mundo,/ pasan de puntillas, observan en la oscuridad,/ espían para Dios o el Diablo, / hacen pereza aburridos de este mundo, / los gatos: invasores, testigos.

Todos y cada uno de los poemas alumbran un poco la vida de ese gato doméstico, el poeta, desentrenado para cazar, exquisito, depositario de la capacidad del placer, del existir sin trabajar. Perfecto manifiesto poético, el del poeta felino que ha olvidado la vida salvaje, y en ese olvido es más poeta, porque su domesticación, su renuncia a tener una función social, lo vuelve misteriosa y paradójicamente más poeta, más indomable.

En Los peces negros, la novela de Luisa Etxenike (Bassarai), se identifica la relación amorosa con una lucha entre pescador y pez. La imagen es tan eficaz y contundente que nos resulta imposible no vernos reflejados en ella de un modo u otro. Igual que el pez sólo tiene dos realidades, el agua y el afuera del agua, la vida y la muerte, el amor tiene dos lados: el antes y el después de la caza; la vida ganada a la realidad del amor y su otra cara, la vida perdida, el defensivo caparazón de la soledad. Cuando no estás solo estás en peligro, parece decir el solitario y misterioso personaje masculino de Los peces negros con su actitud. En toda relación hay quien pone el anzuelo y quien pica. Picar es un tipo de muerte. El personaje que pica, antes de picar, ha vivido como si fuera un pez: sin conocer el valor del tiempo. Ahora, fuera del agua, una vez pescado, es humano de verdad. Es consciente del traspaso de la infancia a la adultez, es decir, de sí mismo, del mundo. Ese límite que ha traspasado, esa salida a la atmósfera, es tan irrevocable como el del nacimiento. Recuerda el que va del útero de la madre –un medio acuoso, por cierto-, al afuera. Un arrojamiento. Toda entrada es una salida. El feto respira por primera vez por la nariz en la sala de partos, y el personaje masculino de Los peces negros parece ser un feto inconsciente, anclado en el tiempo de la infancia, hasta que lo sacan del agua. La novela nos permite ser espectadores de excepción del proceso en todo su detalle: la estrategia de la caza, la lucha por la supervivencia, la dolorosa eclosión del pez a la superficie, su sufrimiento, el ansia del pescador, la paciencia con la que desarma el ansia, la desazón con que, cuando pensaba que el pez estaba fuera, en realidad se le escapa... La narración se convierte en un espectáculo contenido, en un haz de metáforas, a veces explícitas y a veces ofrecidas a medio desplegar para que el lector las acabe de desenvolver. Su fuerza tiene que ver con la sencillez sólo aparente de las imágenes, naturales, intencionadamente poco artificiosas, benévolas. Los epígrafes relacionados con los peces que aparecen en las distintas partes del texto nos traen a la memoria otros posibles, como los versos del gran poeta valenciano del siglo XV, Ausiàs March, en los que compara los tormentos del amor con los que un marinero ha de sufrir en una gran tempestad de corte apocalíptico en medio del mar, de la que se espantan incluso los peces:

Grans e pocs peixs a recors correran / e cercaran amagatalls secrets / fugint al mar on són nodrits e fets, / per gran remei en terra eixiran.
(Peces grandes y pequeños correrán a refugiarse / y buscarán escondites recónditos / huyendo del mar en que crecieron, / saldrán a tierra como último remedio).


El último remedio del pez es dejar de ser un pez. El cansancio del pez, que significa la muerte. Toda entrada es una salida.



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