LITERATURA: Luna del Este - "El loco del barrio" javier martín ríos

Recuerdo perfectamente la primera vez que lo vi. Era un día de enero, hacía un frío de perros en Shanghai y una monótona y constante lluvia caía triste sobre los tejados de la ciudad. En la esquina de la calle Tianping, el loco de mi barrio estaba besando la oxidada piel de una farola. Estaba mojado de pies a cabeza, ajeno a la mirada de la gente que lo observaba estupefacta, temblando como un adolescente que por primera vez se atreve a fundirse con los labios de la amada. Esa noche no pude conciliar el sueño al no poder quitarme de la cabeza aquella desolada visión danzando bajo la fina la lluvia de invierno.

El loco de mi barrio debe pasar de los cincuenta años. Aún viste el típico traje obrero azulado de los años sesenta y setenta. Su rostro de ojos ausentes no refleja sentimiento alguno. A veces parece un niño que hace siglos se negó a crecer. A veces parece un anciano del mil años condenado a no morir nunca. De tanto en tanto me lo cruzo en la calle, normalmente cuando las alas del crepúsculo se extienden sobre las cimas de los rascacielos de Shanghai. Siempre va caminando como si arrastrara una carga pesada a la espalda. El destino no ha sido muy grato con su vida.

El loco de mi barrio tuvo la mala suerte de tener un padre que en los tiempos aún no revolucionarios estudió inglés en la universidad y terminó dando clases de esa lengua extranjera en un instituto de Shanghai. Durante la Gran Revolución Cultural, aquella caótica y desastrosa década en la que el Libro Rojo de Mao se convirtió en la lectura de cabecera de la juventud china, los guardias rojos acusaron al profesor de inglés de “derechista” por poder expresarse en una lengua enemiga. Primero aparecieron unas pintadas anónimas en la puerta de su casa tachándolo de contrarrevolucionario, después los insultos sin miramiento cuando iba caminando por la calle y al final, una soleada mañana de primavera, los guardias rojos le colgaron un capirote en la cabeza y lo pasearon por el barrio para que recibiese el escarnio público de las masas. El delito que había cometido era demasiado clarividente: sabía hablar inglés y por lo tanto su conciencia revolucionaria debía estar contaminada a la fuerza con ideas reaccionarias. El pobre profesor no pudo soportar aquella inclasificable injusticia y al volver a casa colgó una soga de la viga del techo y se despidió del mundo para siempre. Su hijo, que debía andar por los quince años, fue el que descubrió el cadáver de su padre pendiendo del vacío. Desde entonces dejó de hablar y se convirtió en el loco del barrio para el resto de su existencia.

Esta historia me la contó un día mi amigo Wang, un jubilado de setenta años, vecino de mi calle. El Viejo Wang me dijo que el barrio está lleno de locos y que todos perdieron la cabeza durante la Gran Revolución Cultural. Además, me comentó que fueron muchos los que corrieron la misma suerte que aquel pobre e inocente profesor de inglés. Hubo suicidas por todas partes, familias rotas por doquier. Después se quedó en silencio. Unas lágrimas le brotaron de los ojos y finalmente, entre sollozos, pudo pronunciar unas palabras entrecortadas, teñidas de amargura y desolación: “y mi padre también se fue un día sin decir adiós... fue de noche... lo encontraron al amanecer flotando en las aguas del río Suzhou.” No supe qué decir. Cuando me despedí de él, una lágrima aún se deslizaba por su mejilla.

De aquello han pasado ya cerca de cuarenta años. En la actualidad todos los jóvenes chinos estudian inglés, del Libro Rojo de Mao nadie se acuerda, la palabra revolución está en desuso y aquella generación de guardias rojos que condujo a China al caos más absoluto hoy día son acomodados y respetables padres de familia. Todo ha cambiado en Shanghai, todo menos esos cuantos locos que dejó tras de sí aquella época de radicalidad revolucionaria, que aún siguen deambulando por las calles de la ciudad vestidos con trajes maoístas como sombras errantes que van en búsqueda de algo sin saber exactamente lo que hay que buscar.



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