OTROS - Teatro: "TEATRO EN EL RUEDO IBÉRICO o ¡AY!" luis arturo hernández

DE LA CUADRA DE SEVILLA A LA PLAZA DE TOROS DE VITORIA

Se cumplirán 125 años de la construcción de la Plaza de Toros de Vitoria cuando este otoño sea demolido –tras prolongado acoso y derribo- dicho coso de la capital alavesa. Más allá –o más acá- de las filias y las fobias, de taurinos y anti-taurinos -o toristas y turistas-, rescatamos de la memoria, como estampa para el recuerdo, una excepcional representación teatral –si es que cualquier corrida de toros no es ya de por sí rito dramático- celebrada en esa plaza hace un tiempo–así que pasen 5 años-, releyendo a modo de recordatorio la crónica literario-taurina de aquel espectáculo.

(Comentario crítico sobre Don Juan en los ruedos, de Salvador Távora, por La Cuadra de Sevilla, Monumental Plaza de Toros de Vitoria. Toros de Guardiola.)

En su afán por abandonar el anacrónico escenario al que la sociedad capitalista postindustrial parece relegarlo, el teatro busca denodadamente recuperar aquellos espacios de los que se enseñoreó un día, en busca del espectáculo de la obra total.

DE LA CUADRA DE SEVILLA AL CORRAL DE COMEDIAS

Este es el caso del Don Juan de Távora, que salta al coso taurino con su versión libre del mito del libertino andaluz recreado en el anfiteatro de la tragedia griega o el teatro del circo romano a partir de la presencia en escena de animales de carne y hueso dotados de un renovado valor simbólico -no es ya el actor quien adopta una caracterización zoomórfica, sino el propio animal el que aparece convertido en un actor, en símbolo animado de la sinrazón natural, en inversión de papeles que nos retrotrae a los orígenes del drama-, reforzando con su irracionalidad imprevisible el carácter fatal de un destino trágico -y haciendo verdad el tópico de que no hay dos representaciones idénticas-, por lo que la ópera popular de caballos y cantes en el marco estético de una corrida andaluza (a la usanza del siglo XIX), en única función nocturna, representa un montaje interactivo en el que animales totémicos -hacia los que se desplaza el tabú de la sangre- y seres humanos interactúan al aire libre en un festejo público -aunque no todas las noches se tenga una buena tarde-.

Y es esta superposición de los círculos concéntricos de lo teatral, lo circense y lo taurino lo que pretende restituir a la puesta en escena su ancestral pathos sagrado, la ritualidad que pone en contacto la vida con la muerte, a través de la arqueología estética -téctónica de placas de la intrahistoria- de los anillos de la Plaza de Toros.

Ceremonia de tauromaquia cretense, número de domador de caballos o gladiador -que hiere a su rival con gladiolos de sangre, espadillas florecidas de los rejones, y espera de un gesto del público el indulto por su buena faena- y cacería con perros de un proscrito de la ley se yuxtaponen en una ópera andaluza donde -más allá del tradicional número cómico taurino del Bombero Torero- se suma a la coreografía de bailarines y bestias, el sentimiento trágico de la vida interpretado por ese coro trágico del cuadro flamenco, con los raptos de arrebato de las bailaoras, al compás de los palmeros y los quejíos agónicos de los cantaores del cante jondo, todo ello envuelto en una banda sonora original -subtitulada en un sugestivo libreto-, en una manifestación de género lírico popular que suma a la épica -de torero y picador- el género dramático, aunando los tres grandes géneros en los tres tercios de la lidia y configurando un espectáculo audiovisual -refinado montaje de luz y sonido- que entra por los cinco sentidos, desde el olfato - humo de incienso y fuego; y sangre, babas, sudor y endorfinas- al gusto -popular espectáculo campero en que se come y bebe, como en el corral de antaño- y al tacto -del contacto del respetable hombro con hombro, en los actos y entreactos de la pasión taurina, de hombre con hembra (y valga la paronomasia), muy lejos del individualismo burgués de las butacas del teatro a la italiana, en los tendidos de sombra de los profanos y de los entendidos-, en una vuelta al origen rural del pueblo: del corral al patio, de La cuadra a la plaza.

TENDIDO 7, Y FILA 7, POR FAVOR

Arte de fusión y mestizaje, violento como todo cruce de sangres y encontronazo de culturas, que aúna la estilización de lo culto con la espontaneidad de lo popular en un espectáculo interclasista donde se mezcla, en el grotesco híbrido artístico de la fiesta barroca -y el tema del “burlador de Sevilla” por excelencia se consagra en el XVII-, desde el ballet o la música clásica a la pantomima del cine mudo, con un epílogo en manos del público que abronca, aplaude o patea -en réplica colectiva a cantaores, palmeros o bailaores, entre pañuelos al aire o silbidos y lanzamiento de almohadillas- la actuación -pateo en el patio del corral y lanzamiento de fast food, hoy en día olvidados en las manifestaciones teatrales y espectáculos mediáticos con claque de obligado aplauso, por mor de lo políticamente correcto-, que exige en su populismo jerárquico una crítica en vivo y en directo de la Presidencia -eco de las reales figuras, de tapadillo, en los palcos de las cámaras sobre el patio; o en su defecto, de Duques de Feria (de Sevilla) como convidados de piedra- con reparto -previo al descuartizamiento del ajusticiado- de los apéndices de -tomo y- lomo del auto -trágico destino del cómico perseguido por aquellos mosqueteros que, en los pasados siglos, identificaran la vileza del personaje con el actor de carne y hueso-.

ESPECTÁCULO POLÍTICAMENTE INCORRECTO, Y ADEMÁS DE VERDAD

Don Juan en los ruedos es, pues, un montaje que se enmarca en el contexto del sistema estamental y, por extensión, de los resabios del modo de producción servil. Basta comprobar para ello que matador, rejoneador y banderillero constituyen una réplica en vivo y en directo de las figuras del palo de espadas -rey, caballo y sota-, que, entre otros palos flamencos, perpetúan las relaciones de vasallaje feudal en el redondo planeta de los toros, formado por maestros del gremio con el mundo por montera, caballistas monteses con manta de bandolero, peones de brega, mozos de espadas, alguaciles y cuadrilleros entre otros varones tradicionalmente tocados de boina roja, que hermanan, en virtud de un pacto de sangre, al lumpen -y jerigonza- con la nobleza -del toro bravo-, aristocracia -de sangre o ejecutoria- y populacho llano uncidos al yugo de un trueque común en ese círculo vicioso interestamental, pirámide social invertida de rufianes colgados de su heroína que se pican caballo árabe de “pura sangre”, pinchan a unos maridos cornudos y apaleados, o les dan la puntilla con el hierro que ocultan en el sal/picadero del carro de caballos, entre resabiadas cortesanas burladas por los unos y los otros –así, La vaquilla de Luis Burlanga- y mulas para el arrastre con repiqueteo -de mulillas- de campanillas, y nobles de notable familia proscritos hasta caerse del cártel, cortesanos fuera de la ley -¿o no es Don Juan un hideputa, sin tatuaje siquiera de “amor de madre”, a la que tan sólo se la menta en el Dom Juan de Moliere, ese ateo racionalista y libertino, inmoralista burgués gentilhombre del festín de piedra representado por la Cía. Nacional de Teatro Clásico (2001-2) y regentado por Jean-Pierre Miquel?-.

Desde una simbiosis dramático-taurina que hunde sus raíces en tal anacronismo -pese a que existe una versión ligth sin lidia, para niños, baja en sangre, desangrada, exangüe-, levanta Salvador Távora su provocación estética -que lo es por partida doble: por el marco de la corrida andaluza decimonónica, y por resucitar la figura del “mito de don Juan”, cuando menos controvertido en tiempo de feminismo institucional-, trasgresión políticamente incorrecta, y por partida doble -del autor y el personaje-, de la legislación de los poderes civiles -recientes aún los ecos de la prohibición de Carmen, ópera popular andaluza de cornetas y tambores-, lo parece explicar, al menos en parte, la oposición antitaurina que -en el caso de la representación en la capital del País Vasco: dos toros de Guardiola dos, que Dios guarde- se manifestaba en forma de concentración silenciosa de una docena de figurantes con antorchas, y enmascarados con intimidatorias caretas inexpresivas -ni comedia, ni tragedia- de agelasta en patética -que no peripatética- santa compaña, que prefiguraban merced a semejante introibo al “oficio de tinieblas” la dramaturgia de la posterior liturgia del fuego, si no fuera porque dichas máscaras eran replicantes de las mismas con que, en sus numerosas intervenciones reivindicativas y teledirigidas performances de teatro de calle -cale borroca-, esconden la cara quienes hacen mutis por el coso, inmutables -sin condenar el asesinato del condenado a muerte-, ante los atentados contra víctimas del Terror -ciudadanos a quienes se da el paseo, tras hacerles el paseíllo, entrando a matarlos en una ejecución de tiro en la nuca, en ocasiones con un tiro de des/gracia, y a quienes se da la puntilla, lanzando puyas contra su memoria, a título póstumo-, en desafortunada puesta en escena de descabellada utilería que parece evidenciar un rechazo de la corrida española, por corrida -”la tortura no es arte ni es/cultura”- y por española -”ni un torero sin cornada”-, lo que es políticamente más incorrecto.
TOREO o RETABLO DE LA LUJURIA, LA AVARICIA Y LA MUERTE

“Presto está en su corcel/ con su jaez de grana y de oro, tascando altivo su espumante freno”.
Virgilio, Eneida, Libro IV

Lidia en un escenario o, más bien, drama en un albero, la “ópera” de Don Juan -dejémoslo en DJ, puesto que es un musical con clásicos enlatados en play back- es “el sueño de una noche de verano” de un matador que, después de“hacer novillos” en la escuela taurina, llevado de su instintiva querencia por las tablas -del tablado flamenco del cuadro folclórico de La cuadra al tabloncillo-, no resiste la tentación de saltar al tentadero de noche -estoque en ristre, lejos de stock options y del lock out del monopolio de los terratenientes de ganaderías y ganancias o de las huelgas de los monipodios lumpenarios-, en un acto de gallardía trasnochada -por nocturna y decimonónica-, as de picas que busca cobijo en el peto del caballo de pica y señorito burlador que capea el temporal gracias al escudero -Catalinón, Ciutti, Sganarelle o quien le eche un capote-, acobardado tras el parapeto del burladero de ese mundo del burle, durante los tres tercio de una muerte anunciada por los tres timbrazos -clarines del miedo de un Clarín, en quien se confunden la crítica literaria y la crónica taurina- de los heraldos de la Suerte, y sobre la que cae el telón de la noche –atávico inconsciente colectivo, dominio del Demonio, símbolo del Mal ancestral con/jurado por la corrida nocturna del seductor- con un tapiz de filigrana ribeteado de oro, rojo y amarillo -que aquí no es gafe teatral, ¡si Molière levantara la cabeza!, ni es de mal fario, ni de mala faria el maillot amarillo bajo la chaquetilla del triunfador de la temporada-, sangre y locura de celo/s, de la banda de música, de la bandera del actual estado de cosas, de la banderilla del picoteo de toro espongiforme con patatas bravas, rojo y gualda -que igual da-.¡Mucho teatro!

CLAROSCURO FLAMENCO o COSO DE CITAS

Si don Luis Mejía venía de poner una pica en Flandes en sus correrías por tierras flamencas, el Don Juan de Távora rompe una lanza –tercio de varas- por la corrida flamenca con el desgarro del cante dirigido al diestro en medio del tercio de espadas -el astado en los medios-, lo que irritó a más de un aficionado -de un solo tercio de entrada-, en un nuevo pastiche de la obra que, lejos de citar el texto de las variaciones clásicas, se orienta a las citas inexcusables con los objetos de su deseo y con un padre deshonrado, citando a la “letal esencia” del toro desde la mortal existencia del torero, de forma monosilábica y onomatopéyica -sangrientas morcillas de la improvisación taurina- con muletillas propias de las descargas de adrenalina de quien paladea el riesgo de morir en el último acto, sobre las tablas, como declara ser su deseo todo cómico, en el tenebrismo de la tabla flamenca de la plaza en sombra iluminado por flamantes ciriales y antorchas -toro fogueado, sin un pelo de artificio, por el fuego fatuo del torero-, claroscuro de un juego de luminotecnia que aprisiona a los amantes en tréboles de luz florecidos en el erial yermo del redondel -haz de luz que confronta faz y antifaz- y que aquilatan, en su caprichosa intersección, el relumbrón de los trajes de luces en el laberinto encalado del Minotauro y hacen levitar el centelleo de la libélula de luz azul de la ensoñación del Don Juan de los aires -¿”dulce pájaro de juventud” del tórrido, profundo sur?-, que lejos de las retransmisiones televisivas en color confirman que “no hay color”.

PARTO DE DON JUAN Y REPARTO POR ORDEN DE APARICIÓN

La rehabilitación estética del Don Juan para el s. XXI se asienta, en la propuesta dramática de Távora, en una disociación de la personalidad o, mejor aún, en una personalidad múltiple que se encarna sucesivamente en señor caballista, torero a pie, bailarín zancudo -Don Juan de los aires, uno más de los cuatro elementos;¡y menudo elemento!- y caballero rejoneador; cuatro figuras, como cuatro eran las mujeres seducidas en El burlador de Sevilla de Tirso -comedia que consagrara este mito-, en un descuartizamiento que da la réplica al despiece del rufián ajusticiado.
Y ello porque en el burlaor andaluz confluyen los dos tabúes de la trasgresión en la cultura tribal -homicidio del varón, violación de la mujer; sacrificio de la sangre y la honra-, pulsiones del eros y el thánatos del “matador” -de la vida y del honor- que con arreglo a la popular iconografía itifálica representan espada, rejón, banderilla y lanza, aliviadas por la pérdida -¿liberación del atavismo de la sociedad tradicional?- de la honra -duelo a primera sangre en torneo singular con el padre de la dama, Maestre estoqueado en buena lid por un contramaestre de la Maestranza, en una corrida de Feria, y posterior duelo por la garrocha vencida, a hombros por la puerta de cuadrillas en paso procesional con la comitiva fúnebre de un santo sepulcro- y de la virginidad -transposición simbólica del arrebato de la “virtud” de la novia trocada en cortesana, que acude al engaño en la reanimalización de la sublimación del erotismo de la cortesía: “Rejones/ que parten el corazón/ los afilados rejones/ en el toro y el amor”-, con su consiguiente transferencia, por persona interpuesta, a la lidia del cornúpeta, al novio cornudo a quien torea el diestro, apretándose los machos, criminal -efusividad subhiminal, efusión de sangre: “himen y castigo”- de la vida de acá y de la del Más Allá, con la profanación del interdicto sagrado de la novicia Doña Inés -o Doña. Ana; en definitiva, la Virgen-, sublimada estampa en coche de caballos y coronada por los cuernos de la luna de su toca religiosa, la consumación del sacrilegio de una vestal consagrada a la Luna.

ESE TORO ENAMORADO DE LA LUNA

Bodas de sangre de un galán -de noche- y una res brava acosada -por el coso- a la luz de la luna llena -y además de verdad-, que encuentra su réplica en la luneta del reloj de Soberano -su Alteza el Tiempo: y el tiempo no lo impide-, que rige la rayuela circular de esa piedra numerada -tan real como la corona del escudo de la “muy noble y muy leal ciudad de Vitoria”-, y que a las doce en punto de la noche -todas las horas hieren, la última mata- aúna las banderillas de sus manecillas en el rejón del albero de la esfera, que zahiere la sombra del toro enamorado de la luna, entre caballerías con texturas de lencería, en una noche de blanco -y negro- satén.

GLORIA A DON JUAN EN LAS ALTURAS

Conquistador iconoclasta -¿narcisista?, ¿o misógino?, ¿homosexual latente que se niega a salir del armario intercambiándose un casto beso varonil con su rival en el ruedo?, ¿desmadrado huérfano destetado en la misma cuna?, ¿o macho ibérico?, ¿ser diabólico o revolucionario?, ¿tradicional o libertario?-, el señorito andaluz e impenitente calavera -en la vida terrena y en la de Ultratumba- de Távora, encarnación de la libertad -indiscutible-, se ofrece como arquetipo hispano -como Don Quijote o la Celestina, mitos intrahistóricos que transcendieron ya su peripecia particular, ignorada en detalle por el espectador-, de una “Tierra cristiana y judía/ donde vivieron los moros” -la peninsular piel de toro acosada por caballos árabes de rejoneo e ibéricos perros de presa-, (cuando en realidad es un fruto de la Contrarreforma que acaso represente como contraejemplo al integrismo católico), y dechado de virtudes, como ”el valor de la amistad” -¿con sus pares varones?: ya que “la traición no es de esta tierra”- y la lealtad hacia las mujeres -”En el amor no hay engaño/ hay pasiones y placeres/ encantos y desencantos/ besos que nacen y mueren”, “ni en el amor hay traición”-, mordido por las tres heridas -¿la de la vida, la del amor, la de la muerte?, no; ¿por las tres Parcas?, ca; ¿por tres tristes tigres?, quiá- de los perros de los tres poderes -¡civil, militar y eclesiástico!-, “las fuerzas represoras, o cruelmente codificadoras, del amor, el honor -¿pero es que no fue la honra el dogal moral del antiguo régimen?- y la libertad”, levitando a varios palmos del suelo -Don Juan de los aires-, encumbrado -en una noche de triunfo- a las alturas, canon del español -canonizado- ascendido a los altares -”¡tal formal!/ el caballero andaluz”, escribió Machado del calvatrueno Don Guido-, salvado en una noche de gloria -a la que se entra por la puerta grande- en una apoteosis final, tan polémica como polisémica, con desenlace abierto -”si dejas tu puerta abierta/ pa que se vaya el dolor/ y la pena por tu puerta”-, que reinstala al Don Juan en los cielos -en el Panteón de hombres ilustres, dioses del Olimpo o Limbo español- en un trabajo hagiográfico de poesía visual, con esa catarsis de una pasión y muerte -¿peligroso juego mortal con los trastos de matar y apto para todos los públicos?, ¿iniciación infantil para poder elegir entre el morado y el negro, entre lo malo y lo peor?, ¿o hace falta haber conocido la cámara de gas para condenar el exterminio, siquiera sea con pistola de gas?-, de San Juan en los ruedos, ready made in Spain.

SALVADOR Y SU CUADRILLA

Tras la faena del montaraz rejoneador Álvaro Montes -carruaje de caballos a la salida- y del matador Juan Manuel Benítez -otra prueba en pos de la anagnóresis por parte del padre que ponga final a su peripecia-, apadrinados por la gran figura de relumbrón del “mítico caballero”(sic) Ángel Peralta -as de picas de un póker de mitos redivivos-, ángel realzado sobre la cabeza de un toro en el último arcano del Tarot -El Mundo que proclama la fortuna mayor- salta a los ruedos el autor y “gran hacedor” de esta ópera mundi, su seguro Salvador -Távora-, cantaor y novillero antes que cofrade nazareno –tras haber tocado todos los palos del modus operandi-, el pelo recogido en una coleta -¡Torero!, ¡torero!, ¡torero!-, Salvador ascendido hasta el séptimo cielo –el tendido 7- tras salir por la Puerta Grande, entronizado como triunfador de la fiesta -virtual campeón de los juegos límbicos-por un público de generoso aplauso y cuyo olé proverbial cauteriza, restaña y cicatriza la herida, la llaga, el estigma común a la vida, al amor y a la muerte: ¡Ay!



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