LITERATURA: Bestiario - josé morella

En 1985 apareció un libro que recogía la experiencia de Walter Benjamin en un jovencísimo medio de comunicación: la radio. Benjamin apareció en ella entre 1929 y 1932 para hacer pequeños monólogos, de unos veinte minutos, dirigidos al público infantil y juvenil. De ahí que el libro del que estamos hablando fuera titulado por sus editores, significativamente, Aufklärung für Kinder (Ilustración para niños). Este trabajo periodístico, con el que Benjamin se ganaba la vida, resulta un fascinante testimonio del carácter del personaje. Su lectura, amena para cualquier lector adulto, es un compendio de temas entre los que se encuentran, una por una, todas las obsesiones que poblaban la vertiginosa mente del melancólico tipo tan bien descrito por Susan Sontag en Bajo el signo de saturno. Por desgracia, la edición española que publicó en 1987 Icaria Editorial con el título de El Berlín demónico sólo puede encontrarse ya en librerías de viejo. Lo primero que viene a la cabeza, antes incluso de leer el texto, es la influencia que Bertold Brecht ejerció en Benjamin, y la cantidad de horas que debían de haber pasado hablando sobre la capacidad pedagógica que un instrumento tan potente como la radio podría ejercer sobre las masas de trabajadores. Una vez que uno se sume en la lectura, es imposible no darse cuenta de hasta qué punto Benjamin estaría intentando, de un modo más sutil, por motivos obvios, que Brecht, pero con los mismos objetivos, llevar a cabo una transmisión de valores social-realistas a través de las ondas. Resulta conmovedor imaginar al tímido filósofo explicando en voz alta, delante del micrófono, a miles de vástagos de la burguesía alemana, la historia de los gitanos, de los bandoleros medievales, de los judíos perseguidos en la edad media, de las brujas quemadas por la inquisición, de Nápoles y la miseria de las fábricas en las que los napolitanos se ven obligados a herniarse para sobrevivir. De todos estos colectivos, una vez escuchado el monólogo, los niños sólo podían sacar, aunque fuera intuitivamente, una conclusión: la apisonadora estremecedora y asesina de la civilización occidental acaba, por avaricia o miedo, con aquellos que se le ponen por delante. Los bandoleros estaban formados por elementos judíos que eran perseguidos, las brujas eran perseguidas por fanáticos religiosos y asesinadas sin ningún motivo, a millares, y de la pobreza en Nápoles hace una descripción tan desoladora que no hace falta ningún juicio de valor para apuntalarla. No es fácil saber hasta qué punto en la mentalidad de los oyentes calaron estas sugerencias de la injusticia básica en la que se estructura el mundo, o si al menos les sensibilizó un poco respecto a las minorías marginales y perseguidas. Seguramente era apenas un pequeño experimento, que no sirvió de mucho. El mismo Benjamin habla de sus experiencia en la radio con cierto desprecio, como un simple medio de subsistencia, pero aun así es difícil, ante las imágenes de las pobres gentes perseguidas por la inquisición, no pensar en el final que tuvo el propio escritor, que acabó suicidándose en Portbou, con los nazis pisándole los talones. Benjamin habla libremente de muchas cosas: de Fausto, de la antigua Berlín, de la historia de los juguetes, de Caspar Hauser, del terremoto de Lisboa, de la destrucción de Pompeya... Aquí y allá le vemos enfrascado en sí mismo, en las obsesiones por las que ahora se le conoce: las miniaturas, por ejemplo. Les explica a los niños los orígenes del juguete, cuando los estañeros y talladores, en el frío del invierno, se quedaban horas y horas en sus casas y se dedicaban a tallar figuras en madera como entretenimiento. O las casas en miniatura, que revelan su gusto por lo portátil. Como judío, como persona que huye, que es perseguida, Benjamin había reflexionado sobre la necesidad de tener una vida portátil, con elementos tan pequeños que cupieran en una sola maleta. O los juguetes de papel. Una frase preciosa del libro es esta: mis juguetes preferidos siempre fueron los de papel. Esta obsesión por el libro, por lo impreso, se mezcla con su pasión por el territorio de la infancia. Se cita a Borges, comúnmente, como alguien de mente enciclopédica, al que le gustaba la fantasía de contener en sí mismo todo lo que se puede saber, pero la verdadera pasión por las taxonomías exhaustivas la encontramos, de una forma menos perfeccionista, más con los pies en el suelo, en Benjamin; después de hablarles a los niños de decenas de fascinantes juguetes, y aduciendo que quizá sus padres pensarán que les está incitando a comprar caros productos, dice lo siguiente: “cuanto más entienda alguien de una cosa, cuanto más al corriente esté de la cantidad de cosas hermosas que hay en una determinada categoría –sean flores, libros, prendas de vestir o juguetes-, tanto más podrá complacerse en el conocimiento y observación de esas cosas, y tanto menos se empeñará en poseerlas”. Pensar la mediocridad burocrática del estalinismo, el desierto tiránico que conformó en media Europa, es imposible desde la postura marxista de Benjamin. ¿Cómo si no podía complacerse en querer apreciarlo todo, saberlo todo de todas las “categorías” e incidir precisamente en que lo que le da valor a esos elementos preciosos es la no posesión de los mismos? Es difícil no proyectar, no pensar en los juguetes actuales, nuestros juguetes. Nuestro mundo, en comparación con el de los años treinta, es un mundo plagado de niños: los adultos están infantilizados y los niños (Benjamin se dirigía por radio a niños de unos doce años) llegan prematuramente a ese estado de adulto atontado que llamamos madurez. Por lo tanto, los juguetes son los mismos para ambos: videoconsolas, ordenadores, teléfonos móviles con cámara, reproductores mp3. Un reproductor de estos aúna dos de las obsesiones de Benjamin: lo portátil (caben miles de canciones en un pequeño aparato) y la infinita reproductibilidad de una obra de arte gracias a la tecnología. Hoy en día es absolutamente imposible ver, en una ciudad, a un niño de unos ocho o nueve años que ha hecho un barco de papel y lo ha lanzado calle abajo por el reguero que ha formado el agua de lluvia entre la acera y la calzada, y que lo sigue, corriendo, fascinado, como el mismo Benjamin dice que hacía en su infancia. Los niños no tienen tiempo de entretenimientos tan peregrinos. La máquina capitalista les prohíbe aburrirse, y es el aburrimiento de la infancia y sus beneficios en la psique adulta eso que, posiblemente, hemos sido nosotros las últimas generaciones en disfrutar.



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