MUSICA: "La Costa Brava: algo más que veranos interminables" pedro r. tellería

Hay en España un pop escasamente inteligente, casi siempre de inequívoco sabor latino, que acapara puestos en las listas de ventas, abarrota estadios, convoca a millones de tele-espectadores y se disuelve a las pocas semanas sin dejar rastro, como un azucarillo en mitad de una piscina. Después hay otro pop que nunca ha entendido la industria como un fin en sí mismo y que defiende que tres minutos pueden ser suficientes –¡y cuántas veces necesarios!– para acariciar el cielo. Ese pop, a pesar de las diferencias que se advierten entre los artistas (desde el espesor eléctrico de los últimos La Habitación Roja hasta el intimismo electrónico de Apenino, por ejemplo) se reconoce por y en sus fuentes (foráneas o cercanas), con las que comparte acordes, letras, imaginario y sensibilidad; pero mira también hacia el futuro reclamando para sí un hueco por donde su arte –aunque sea aparentemente menor– pueda transmitir su mensaje.

La Costa Brava (LCB) forma parte, por derecho propio, del segundo grupo. El conjunto astur-aragonés constituye un caso singular por varios motivos. El más elemental es el numérico: en un contexto en el que hasta los menos apocalípticos hablan de crisis discográfica, sorprende ver que LCB hayan publicado cuatro discos en el plazo de dos años. Además, LCB aúnan apuesta estética personal –no en vano sus cabezas visibles, Fran Fernández y el también poeta Sergio Algora, provienen, respectivamente, de los todavía activos Australian Blonde y de los tristemente extintos El niño gusano– con respetuoso espíritu diacrónico, como lo puso de manifiesto su tercer trabajo (Se hacen los interesantes), un CD trufado de versiones de temas clásicos (“Je t’aime, moi non plus”, “Blanca palidez” o “Cena recalentada”, entre otros). Finalmente, LCB hacen público su compromiso –que habrá que tomar por el lado sincero, visto el potencial demostrado– con un pop independiente de calidades psicodélicas que cuida los cuatro aspectos elementales de un trabajo fonográfico (música, letras, diseño y textos), dándole, además, unidad de sentido literario.

“Más que un grupo, La Costa Brava es un metagrupo que, aparte de pasarlo bien (se supone que la música va de eso), intenta poner en evidencia alguno de los clichés más recurrentes de la industria musical y mantener viva la llama de la cultura pop y el arte considerado como un lenguaje que nos pone en contacto con lo inefable, la faceta instintiva e irracional del mundo. Cuando hablamos de estas cosas (normalmente borrachos en un bar un día por semana), yo siempre digo que nos encontramos ‘en misión divina’, como decían en la peli de los Blues Brothers, mientras que Sergio, con una mayor habilidad para las metáforas, prefiere llamarlo ‘el desembarco de Normandía’. Soldados que buscan su playa. Gentes así son la luz del mundo. Puede sonar muy presuntuoso, pero es lo que pienso”.

El fondo azul celeste sobre el que están impresas las palabras anteriores, extraídas de su tercer CD, sirve de perfecto remate visual a la opinión de Fran Fernández. No en vano, su disco anterior se había titulado Los días más largos; y la primera canción de su primer CD registrado contenía estos versos inaugurales –toda una declaración de principios, al menos estéticos– en el estribillo: “Fue aquel verano cuando aprendí / a ver las cosas de otro modo / A cruzar la línea de la bajamar / Y tú bailabas en el escenario / Pasamos días sin comer / Pasamos noches sin desvestirnos / Tan ingeniosos, sin repetirnos, temo que / Nunca sea igual”. Quizá por aquí puedan entenderse las claves del hedonismo eternamente juvenil que desprenden muchas de –no todas– sus canciones, y que preconizan en otro texto auto-explicativo: “Puede que todos hayamos nacido para sufrir, así que nuestro gran reto es huir de la caravana de hombres que busca el mar en agosto, y encontrar el mar anual, el cielo más azul, la bebida más dulce, la resaca menos dolorosa, el verdadero amor más corto”.

Veranos interminables. El azul o el rosa como metáforas cromáticas de una huida que se sueña para siempre y anhela placidez. Al fondo el blanco. El de LCB es, en palabras de Fran, un viaje “marítimo-espacial” donde el lujo –experimentado o imaginado, en arte todo está permitido– de las “copas de yate”, los “coches de tres millones” o las “giras triunfales” ocupa un lugar destacado. En efecto, como confiesa Fran con poderosa ironía en el texto que acompaña a Llamadas perdidas, la política y los problemas sociales le interesan, pero un eslogan del tipo “Queremos que todo el mundo se haga rico” sería perfecto para ser votado por todos. ¿Provocación? ¿Sentido común? ¿Venecianismo? Citar en este contexto al por lo menos controvertido Karl Popper, como ellos mismos lo hacen en un texto intencionadamente destacado del libreto interior, puede aclarar algo: “La misión del artista no es ser original o expresar su personalidad, sino buscar la perfección de la obra de arte”. ¿Alguien da más?

Ellos mismos. A lo largo de sus cuatro trabajos parece que esta línea de creación figurativa se ha confirmado y ensanchado. En Llamadas perdidas, acaso su mejor trabajo hasta la fecha (cambio de discográfica incluido), dos temas de gran calidad literaria lo confirman. Por un lado, “Adoro a las pijas de mi ciudad”, una oda tierna y ambigua hacia “la belleza de las cosas simples”; y, por el otro, la elegante y crepuscular “El cumpleaños de Ronaldo”, donde Fran se transforma en el narrador de Desayuno en Tiffany’s para cantar a esa chica que, como la inolvidable Holly Golightly (de nuevo un toque pop), ha tenido que decir “adiós a los días de fiesta..., los trajes de baño, los viajes pagados, los sitios de moda”. No habrá “más copas de yate”.

Ahora bien, si la música de LCB se redujera a un canto vanal y más o menos inspirado a la fiesta lujosa, no merecería más que una nota al pie en la crónica del pop cantado en español. En efecto, LCB (a pesar de su nombre) no reduce su expresión a una crónica nostálgica de la iconografía sesentista en su versión más castiza (“las suecas”) o estilizada (Sofía Loren con una copa de champán en la mano y un pañuelo de Chanel anudado al cuello). LCB no son sólo –como ha dicho algún crítico– “los Beach Boys a la española, es decir, barca de pedales en vez de surf”. Y aquí se aprecia el poder creativo de la banda. Acaso quien se refugia en la fiesta huye de algo. Quizá se quiera escamotear de sí mismo. En la intensa “Confianza ciega”, las alas no se despliegan hacia fuera, sino que se recrea el temblor interior hasta el abismo; el texto figurativo cede el minutaje del disco al yo más lírico; y el resultado multiplica por mil los efectos: “Es sencillo parecer atractivo cuando eres más joven, / yo sigo aquí, estoy en mi castillo apretando los dientes. // Que amanezca algunas veces cuesta varios días. / Y aunque estás dentro de mí, no me conocerás // Ves, los trenes que han partido ya nunca vuelven, / y las flores que puse en su pelo ya no huelen más / que a algo que ya está muerto. Y no sonríe porque es como nosotros dos: / niños pequeños”. No hay aquí ni rastro de la celebración, de lo jubilar; incluso las abundantes chicas que surcan el disco se han convertido ahora en una tentación siniestra: “Bellas mujeres viene a mí, quién les dice no”. Si esta letra se engasta en una armonía de tono menor; después se dibuja con las seis cuerdas una melodía que parece sacada del más lunático Kris Isaac; se añaden durante el estribillo pizzicatos y obstinadas corcheas al piano; y para terminar se hace revolotear el silbido del vampiro durante toda la estrofa del castillo, el resultado es una canción de aspecto tenebroso que reflexiona hasta el frío más glacial sobre el paso del tiempo, la inutilidad de la seducción, las identidades oculta(da)s o la conclusión del amor. En definitiva, en apenas tres minutos hemos pasado del verano de días vibrantes al gélido invierno del alma.

De todos modos, quizá lo anterior estaba dicho ya, desde esa primera canción del primer disco que se ha citado más arriba. Al largo estribillo ya trascrito donde se dibuja la fiesta le sucede en la última estrofa esta concisa –y demoledora– verdad: “Usar palabras complicadas / Éramos todo fachada”. Descorrida la cortina de la vanalidad, se descubre el drama; entonces las fiestas que terminan al alba se explican por sí solas: “Hoy no quiero hablar / Prefiero bailar sin que me moleste nadie / Va a salir el sol / Será mejor que vaya pensando un plan “B” / No sé parar / Vivimos de verdad). Es lógico que, con este planteamiento, LCB defina así su quehacer artístico: “Para nosotros la clave de la arte es engañar a la vida: que de seguro es cruel, necia y absurda, viéndola (...). Siempre es verano en las canciones de LCB aunque han nacido para ser canciones de un día”. Y es que los chicos pop adoran lo pequeño precisamente porque han visto que lo grande carece de sentido.

Un arte de lo efímero cuando las grandes verdades han caído. Un discurso de lo casual, de lo desenfadado, cuando se teme –o se sabe– que la edad adulta es, por ejemplo, la metáfora perfecta de la rendición de los cuerpos, de las mentes, de la esperanza. No es fortuito que la última canción del último disco se titule “Treinta y tres”. En ella, bajo el manto de una historia de adulto y Lolita, se adivina toda la tensión del joven –¿del hombre ya?– que, cumplidos los treinta y tres, se despide de la adolescencia sabiendo que “ya no es posible ser feliz”. Copiemos el estribillo: “Yo tengo 33 y tú eres casi una menor / cómo es posible que entre tú y yo / exista algo que dure un tiempo. / Tú me recordarás como algo bueno que pasó / y yo estaré vuelto del revés / buscándote por el mundo entero”. No es raro que, ante esta visión, el propio Fran cante después: “Dios conmigo hizo una broma: / me dijo ven y luego toma”.



La Costa Brava han publicado:
Déjese querer por una loca (2003)
Los días más largos (2003)
Se hacen los interesantes (2004)
Llamadas perdidas (2004)
Los tres primeros aparecieron en el sello zaragozano Grabaciones en el Mar (www.grabacionesenelmar.com)
el cuarto lo hizo en la discográfica madrileña Mushroom Pilow (www.mushroompilow.com).


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