LITERATURA: Bestiario - josé morella

Centenario del Quijote. Ya se empieza a estar hasta las glándulas. No hay periódico, suplemento o programa de radio al que acercarse sin que se llenen todos la boca o la pluma con la grandeza de la obra fundacional y bla bla bla. Y los politicuchos apretando, y los editores apretando, y la pobre gente sintiéndose inculta porque no lo ha leído y lanzándose angustiada a sus páginas como quien intenta correr la maratón sin haber corrido nada antes en su vida. Menudo empacho: la ruta del Quijote, la comida del Quijote, la Barcelona del Quijote, el Quijote arriba y abajo. Se venden quijotes a un euro. Se regalan en algunas librerías como si fueran agendas. Las múltiples ediciones que antes nadie miraba se desempolvan, se abrillantan y, mejoradas, brotan de las librerías como rosas en jardines. Editores acusan a filólogos de enriquecerse con nuevas ediciones maquilladas. A bombo y platillo aparecen novedades en congresos, nuevas biografías, descubrimientos, pistas que recogen los diarios al lado de las noticias de la luna de Saturno. Ediciones con citas, sin citas, con CD, sin CD, infantiles, resumidas, ilustradas, filológicas, etc. Y, al mismo tiempo, parece que mientras más hablan de la obra más la entierran. Sin embargo, resulta interesante remarcar que estamos, cuatrocientos años después, en un momento ciertamente barroco. Vivimos, otra vez, atrapados y obsesionados por la apariencia. Todo es muy confuso. No nos podemos fiar de nada. Estamos perdidos en lo que Cervantes llamaría el “engaño a los ojos”, el conflicto en el que Quijote veía el yelmo de Mambrino donde Sancho veía una bacía de barbero. Pero Cervantes aceptaba desde su perspectiva racional, todavía renacentista, que las dos cosas, bacía y yelmo, eran verdad. Sin embargo, hoy, como sucedió en la época que, de alguna manera, inauguró Cervantes, nos invade una verdadera confusión, que nos hace dudar de absolutamente todo lo que hacemos y decimos, de la comida que comemos, de los políticos a los que votamos, de las oenegés en las que, con la mosca detrás de la oreja –pero qué le vamos a hacer, nos decimos– delegamos nuestra imposible acción política. Cómo vivir, con quién, bajo qué fórmula. Trabajar como un esclavo o estudiar hasta los cuarenta. Rápido o lento. Yoga o “personal coach”.Todo es un mar de pequeñas decisiones que nos alejan de la lucidez, es decir, del no estar engañados. Y este estar engañados se relaciona, en su extremo, con toda la tradición retórica clásica. Convencer, persuadir a los consumidores, que es eso lo que somos. Asistimos a una reducción de nuestra persona, a una mutilación por medio del engaño y de la crisis de la verdad. La intuición de esa mutilación es el sentimiento barroco hoy en día.

Asimismo, en el correlato artístico, que no tiene que correr paralelo a la realidad, el barroco se puede definir como la poética del exceso, del suplemento, del desperdicio. Según Severo Sarduy, que estudió el fenómeno del neobarroco en la literatura y en el arte, hay que leer bajo ese prisma las obras de novelistas como Lezama Lima, Alejo Carpentier, e incluso García Márquez, y poetas como Néstor Perlhonguer, o parte de la obra de Alejandra Pizarnik... Metonimias, sinécdoques, volutas sin pausa. Este exceso de trabajo, cuyo paradigma es el Paradiso de Lezama Lima y que Sarduy llama “trabajo perdido”, equivale al erotismo. A la búsqueda parcial de la verdad última, freudiana si se quiere, en la definición frustrada. No me digan que no hay aquí una verdadera ligazón con la tradición del Quijote. Curiosamente, los puntos de encuentro van de Alcalá de Henares a Cuba, a Colombia, a Argentina. ¿Qué pasa en España? Salvo excepciones que son vistas muchas veces por los académicos como rarezas (véase el caso de Julián Ríos), no pasa absolutamente nada. Da la impresión de que, ante la insistencia barroca saturando nuestra realidad, la producción literaria porfía de un modo exasperante, con una tozudez por otra parte muy española (lo dice el mismo Cervantes: “Este español me atosiga; / que siempre aquesta nación / fué arrogante y porfiada), en una especie de cosmovisión neoclásica. Las novelas, que se entiendan. Y los poemas, sociales o “de la experiencia”. No nos vengan con rollos barrocos, nos dicen. Los críticos literarios hacen mutis o hablan de sus amigos o de sus editoriales amigas. Los profesores universitarios se vuelven locos por ensalzar las obras que sean un espejo para sus propias teorías o máquinas de explicar obras. Yo tengo tal teoría, dame una obra que le encaje; ya lo decía Unamuno: dime qué estantería tienes y te diré qué libros comprar. Pero necesitamos obras que nos hablen de la realidad, y la realidad es más barroca que nunca. Y mientras más se habla de la obra de Cervantes, menos se le escucha. Cada nueva noticia, cada nueva celebración en su honor funciona como una capa más de acero que refuerza la coraza que nos separa de su voz.



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