LITERATURA: El Quintacolumnista - "8 días que conmovieron al pequeño mundo de Kostelec" luis arturo hernández

(A propósito de "Los cobardes" de Josef Skvorecky, Ed. Alianza Tres, Madrid)

Si hay una obra de la narrativa checa contemporánea en que se evidencie la estética de lo grotesco es Los cobardes de Skvorecky, novela en la que asistimos a la iniciación al mundo adulto de un joven músico de jazz en el entorno de la “resistencia” anti-nazi de la pequeña burguesía en una ciudad checa durante la última semana del Protectorado. Y lo es por partida doble, y en las dos tradiciones que “el estilo grotesco” ha desarrollado en la cultura europea. Por un lado, porque las memorias del estudiante católico Daniel Smiricky ofrecen la visión paródica de una revolución de opereta, la de la retaguardia checa –sin disparar un solo tiro-, el desfile de carnaval de una revolución de terciopelo que ridiculiza el falso patriotismo y la cobardía nacional colectiva frente al invasor nazi, desde una mirada festiva propia de la vitalidad renacentista de lo grotesco de M. Bajtin.

Por otro, porque, a pesar de ello, lo grotesco terrorífico y deshumanizador, tal y como lo formulara W. Kayser para el arte contemporáneo, asoma por los entresijos de la farsa de unas clases medias ridículamente encantadoras con su terror y muerte, despedazamiento de los prisioneros y muertes fortuitas por un enemigo que en su retirada muere matando, o vengadas por el revanchismo –“En comparación, lo de Goya es un juego de niños”-.

La heterogeneidad que es consustancial a la “estética de lo grotesco” contrapone en una antítesis sangrante, en Los cobardes, la crueldad inhumana y el sufrimiento aleatorio al festival de patriotismo sobrevenido a última hora en un contrapunto de la risa y el llanto que, una vez más se resuelve, tras la liberación por el Ejército Rojo, en vitalismo checo -“Parecía sacado del Buen soldado Schwejk”, o “-¡No intente pasarse de listo conmigo, ni crea que va a conseguir nada con sus truquitos al estilo Schwejk, porque no es así!”, en alusión al personaje de Jaroslav Hasek, prototipo del grotesco charlatán de taberna-.

Josef Skvorecky ha sabido presentar, como pocos, el envés del tapiz de la ocupación alemana de Checoslovaquia, el instinto de supervivencia colectiva de un pequeño país y el posibilismo de una población instalada en el cruce de caminos de la Historia entre los dos totalitarismos sucesivos: el nacional-socialismo vencido y el comunismo triunfante, desde el punto de vista de un testigo parcial que, en primera persona hace, a un tiempo, la crónica de guerra de una comunidad oportunista y el diario íntimo de un adolescente, consciente de estar protagonizando un episodio de la Historia –“Sabía que vivía en 1945 y que la mayor guerra de todos los tiempos estaba tocando a su fin”- y de ser uno de los posibles héroes de la pequeña Historia de la Revolución de Kostelec del cronista local.

¿NOVELA JUVENIL O NOVELA DE JUVENTUD?

Ambientada en la ciudad de Kostelec –trasunto del Náchod natal de Josef Skvorecky (1924)-, Los cobardes -que transcurre durante ocho días de mayo de 1945- fue escrita poco tiempo después, entre los años 1948-49, traspasando la experiencia de la liberación a un personaje-narrador de la misma “quinta” que el autor-coetáneo y coterráneo, pues-, lo que hace de Los cobardes una novela juvenil –por lo que tiene de despertar al deseo, el arte y la conciencia de la muerte de un muchacho- y de juventud del propio novelista.

Inmaduro, durante una larga adolescencia de estudiante de gymnazium prorrogada por el trabajo obligatorio al servicio de los ocupantes, el Smiricky de Josef Skvorecky es un niño de buena familia –“Se me había dado todo por añadidura –educación, antepasados durante generaciones; incluso lujo y bienestar en general”-, indeciso y cambiante, de fe contradictoria, entre arrebatada y acomodaticia, misógino –“todas las chicas son bobas” o “Las chicas son todas unas putas”- y seductor–“y enamorarme de las chicas, y decirles lo loco que estaba por ella”-, egocéntrico –“¿quién había que pudiera acercarse siquiera a mi nivel?” o “era una auténtica vergüenza que un cuerpo tan hermoso como el mío se desperdiciara de ese modo, sin nadie que lo disfrutara”- y enamoradizo –“Con Irena. O con la chica que iba a conocer en Praga. Me sentía ya enamorado de ella”-, generoso y mezquino y capaz, no obstante, del mayor acto de heroísmo llevado de la desesperación.

Al igual que en El saxofón bajo, para el protagonista de Los cobardes –lo mismo que para el autor-, la música de jazz es una pasión vital que se funde con el deseo de chicas -“Sí, música y chicas. En eso consistía la vida”-, en la confusión entre la lengüeta de un saxo y las lenguas del sexo –“Y de cómo las fascinaría con mi saxo –el instrumento más sexy que existe”-: ambos, lenguajes de improvisación en la jam session y los monólogos narrados en una novela –donde se incluye, en puesta en abismo, la nouvelle interpolada de la aventura de Lexa con la joven nazi, obra maestra del amor imposible que recuerda a Emöke de Skvorecky-, y cuya utopía es Praga -“aquellas cosas en que siempre había pensado: en las chicas, en el jazz y en la muchacha que habría de conocer en Praga”-.

¿JUEGOS DE GUERRA o JUEGO DE PATRIOTAS?

Me daba igual si los demás querían jugar a las batallitas con él, pero yo esta harto de todo.
Josef Skvorecky,
Los cobardes

De la suspicacia inicial hacia un “ejército checo” de domingueros surgido de las filas colaboracionistas y cuyo cuartel general es una destilería, presentado con grotesca ironía –“Ahora, todos esos pobres diablos tendrían que convertirse en héroes”. “Todos lavando los pecados del Protectorado”. “Más parecían un club de excursionistas preparándose para una expedición. Pero eran el ejército. Eran revolucionarios.¿Qué se le iba a hacer?” “Esta maldita sublevación contra los alemanes y los juegos de guerra del dr. Bohadlo”- y desde la caricatura del patriotismo –“No sabía gritar ‘¡Viva Checoslovaquia!’ ni nada parecido. (...) Quizá porque la palabra Checoslovaquia es tan espantosamente larga”- , Smiricky terminará protagonizando uno de los escasos episodios heroicos contra los SS de la retaguardia nazi, y en colaboración con el Ejército Rojo, llevado por el despecho, los celos y la necesidad de sublimar en el combate el deseo de Irena –“Y emprender la revolución en el papel de amantes desdichados” o “De que serían inútiles todas estas tardes; y esta revolución, que no me ayudaría para nada en lo que se refería a ella”-, en una acción anónima en compañía de su amigo bolchevique Prema –“(...) que, después de todo, había disparado. Que había matado a alguien”-, en el abrazo de eros y thánatos desesperado que ya abordara también Hrabal en su Trenes rigurosamente vigilados.

Y entretanto, los episodios de su detención por una patrulla nazi y su posterior puesta en libertad por mediación del alcalde colaboracionista; el enfrentamiento con la partida de partisanos del sabotaje al tren de municiones –“Menudo hatajo de patriotas estáis hechos vosotros, hijos de puta”. “Bastantes quebraderos de cabeza nos daban ya los comunistas para, encima, vérselas con los alemanes”-; la intervención forzosa en tareas humanitarias propias de la Cruz Roja entre ingentes contingentes de gentes refugiadas y ex-prisioneros y labores de tráfico de aliados y alemanes de la Cruz de hierro acosados por el Ejército Rojo en el cruce de caminos de su país, se entrecruzan con las conductas clasistas hacia los aliados –“Para mí, (...) eran rusos. Bolcheviques. Para este hombre que estaba a mi lado, eran obreros”- o de xenofobia hacia los soviéticos -“en lo único en que pensaban esos pobres mongoles era en comida” o “Conque éste era el Ejército Rojo, una horda veloz, polvorienta, sudorosa y bárbara”-, la represión de una manifestación a favor de los soviéticos –“La élite de los idiotas número uno de este pueblo. Todos éstos (...) esperando la llegada de los rusos. (...) Acudíamos a sofocar una sublevación de los nativos”- o su participación en la búsqueda del novio de Irena y fugaz idilio con ella, en un vaivén del Este hacia el Oeste por las calles del pueblo que reproduce el movimiento pendular y el espíritu de contradicción del propio Pueblo checo al final de la II Guerra.

Mientras tiene lugar la satírica escena del recibimiento a las fuerzas soviéticas –con el estrambote del atentado final- y unas escenas de pavos propias de la literatura cómica, el amigo Prema volverá a acultar la ametralladora que los ha convertido en héroes locales porque la Historia -de la Ocupación, ya sea nazi, ya bolchevique- se repite en forma de farsa, tal y coma recrea Skvorecky con el humor negro típico checo -o humor de horca-.

El rito de iniciación a la madurez se ha consumado –“La revolución había terminado. Y ahora, pensé, comenzaba realmente la vida; aunque me di cuenta de que no, (...) Acababan de concluir mis años de juventud en Kostelec”-, en el parto del Conocimiento entre desgarro y melancolía –“El dolor me embargaba. No ya porque se fueran, sino por todo. Por todo en este mundo”-, y tras entonar la elegía por los 8 días que conmovieron su mundo, Smiricky vuelve a su improvisación masculina del jazz, al conjuro del vacío mediante la música –“se abrió ante mí una vida nueva e igualmente sin sentido”-, igual que con las chicas checas, en un cierre cíclico que acabará con el saxo entre las manos.



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