nº 53 - Septiembre 2004 • ISSN: 1578-8644
La quinta columna
"Enterrado entre cuatro paredes"
luis arturo hernández
(EL TIEMPO DE LA VIDA, de Roberto Lastre. Arte Activo Ediciones, Vitoria, 2004)

El tiempo de la vida, primera novela publicada del escritor y editor cubano afincado en Vitoria Roberto Lastre (Camagüey, 1958), constituye al mismo tiempo que un ácido fresco sobre la Revolución Castrista una buena muestra de narrativa existencialista que, tomando como punto de partida la circunstancia histórica particular de la Nueva Cuba, se eleva a la condición de alegoría universal del absurdo consustancial al Ser Humano.

El tiempo de la vida es la reconstrucción del pasado que llevará a cabo un presidiario desde “El Castillo del Morro” de La Habana, a fin de recomponer su identidad armando el rompecabezas de los años –desde 1959 a 1979- que pasó “emparedado”, “encerrado” entre cuatro paredes en casa, sin otro trato humano que su madre y el médico Oswaldo –lejanos su padre Román, romántico y novelesco, y Leticia, su amor incestuoso-, ni más contacto con la calle que la mirilla en una ventana desde la que verá pasar la existencia.

20 AÑOS Y UNA NOCHE

Lastre plantea, basándose en hechos reales, el peculiar caso de un “enterrado” en vida, de un exiliado interior, de un “quedao”, de un cómplice del régimen de Batista que, por indolencia, se repliega a la celda de su cuarto, al “zulo” de su propia casa, condenado a 20 años y un día de inexistencia oficial, al margen de la Historia y del tiempo de la vida.

Buena parte de la novela constituye, pues, ese ejercicio de construcción de un pasado ajeno al devenir y en que el protagonista roza la eternidad, fuera del Tiempo –la nada es eterna en cinco minutos-, reviviendo su pasado propio y familiar mediante el recuerdo e imaginando el presente –sin futuro- hasta el delirio de la deconstrucción de su identidad, de la posible heterogeneidad del ser, de todos sus seres posibles –de lo que pudo haber sido y no fue-, a falta de alteridad, y que va encontrando en el resto de los habitantes de la cuartería, entrevistos por la rendija de la ventana, sus complementarios –mujeres que evocan a las que conoció; “el niño transparente” que él acabará siendo; la ceguera de la vecina de arriba como epidemia del país; el médico, su alter ego contrarrevolucionario-.

Y, al mismo tiempo, la crónica de la intrahistoria de la Revolución Cubana por parte de una primera persona central que se hace testigo parcial –muy parcial-, “observador y limitado” –pero que muy limitado-, un narrador periférico –pero bastante feérico- que, mediante el símbolo del encarcelamiento y la progresiva – ¿o regresiva?- disolución de su individualidad en un No Ser nihilista, traza la alegoría de la privación de libertad del Régimen, del Carnaval sangriento de la Revolución, de la Utopía de la Abundancia del Totalitarismo, de la alienación –aleada con la enajenación- del pueblo por la Dictadura -del Socialismo de inspiración nacionalista, que acaba siempre en Nacional-socialismo-, mediante imágenes emblemáticas del proceso como el derrumbe de muros y mudanzas, montañas de basura –la basura omnipresente- o plagas –de gallinas domésticas, palomas mensajeras o lechuzas espías, y desde los mosquitos al dragón afrodisíaco del orgasmo-.

OJO A VISOR

Sin embargo, lo que hace de El tiempo de la vida una obra auténticamente original es la focalización de la realidad a través del agujero perforado con el dedo índice –el dedo deíctico (en clave de estrógeno) que nombra las cosas-, el círculo dorado, el foco de luz horadado en la isla amarilla de su autocondena por el propio testigo invisible, ojo avizor –a visor-, lejos de la llamada “escuela de la mirada”, notarial y objetivista, que hace de El tiempo de la vida –“instrucciones de uso”- una perspectiva imaginaria puesta en pie a partir de las sensaciones de la vista y el oído –y la obra es pura sensualidad que fluye-, una introspección psicologista, minuciosa y obsesiva, de Juan–no en vano es psicólogo-, de divagación inmóvil, histórica –de Gaumá a Gautama, el común denominador indio- y /o metafísica –entre Buda y Nietzsche-, que da cuerpo a entelequias conceptuales –nada, tiempo o noche- materializándolas, con igual plasticidad que la conceptualización de un mundo sensorial fruto de su extravagancia interior, de la reelaboración de la crónica del instante atrapado en la tela de araña del lenguaje, en virtud de un ritmo asociacional que liga el olor –alquitrán-; la imagen –los gestos; el contemplar, con temple, cómo templan los demás-; el tacto –la lluvia-; el sabor o el sonido a la memoria, merced a la sinestesia o al tropo tropical –ma non troppo- del ajiaco, síntesis dialéctica -y dialectal- de Cuba, y ello con aliento lírico –de Lira- que abarca del “arco y la lira” a los arpegios del “arpa y la sombra”-, o desde “la sombra del pájaro lira” hasta “las virtudes del pájaro solitario”-, lejos del puré literaturizante de tanta narrativa caribeña, acicateado siempre por la duda y un creciente fatalismo, el pensamiento paradójico –“estoy pero no estoy”-, las fobias y la manía persecutoria de quien delira–de Juan Lira- camino del absurdo, con una lucidez que evoca Memorias del subdesarrollo de Titón Gutiérrez Alea o ese estilo de Virgilio Piñera y la fresca espontaneidad característica de la oralidad del costumbrismo cubano.

LA HUMANA FARSA o VÍSPERAS DEL ASCENSO AL INFIERNO

Pero será desde el día en que concibe la posibilidad de tener un futuro y volver a nacer -de pie o con los pies por delante-, cuando el americano impasible –“nuestro hombre en La Habana”- se dispone a coger una balsa abandonando su balsa de aceite y el anacoreta deserta de su celda, el bicho kafkiana deja su escondite en la noche, el “gusano” se hace crisálida y el mirón –o “mirador”- se ve abocado a huir a la Yuma –a Miami-, en cuanto cobra sentido la alegoría de la regresión intrauterina al claustro materno -de Aurora-, al Paraíso del nasciturus que, a lo largo de 20 años, ha flotado en el líquido amniótico –de la amnistía- de la Nada, y que tras romper aguas junto al Mar, de la mano de Virgilio, su guía y cómplice, abandona la caverna de Platón –en su versión habanera de una ventana indiscreta- y conocerá el Purgatorio del Juicio –la farsa del “juicio popular” es descrita por el autor con verdadero conocimiento de causa- y posterior encarcelamiento -bajo la condena de tres años, los mismos que el recién nacido necesita para ser domesticado en una sociedad en que todo niño es extranjero-, antes de dar el salto a la Utopía –“No hay ningún sitio”-, del ascenso del antihéroe ad inferos, al Infierno existencialista de la vida.

Ni divina comedia, ni comedia humana, sino la “humana farsa” que mediante el bucle del salto atrás –Epílogo. El día cero- cierra el naturalista círculo dantesco de El tiempo de la vida trocando las memorias del pasado -paso a paso- en diario del presente –de un preso del régimen y a régimen-, rehén del futuro bajo el nuevo resplandeciente símbolo del dominó –símbolo del azar aparente y orden profundo del dominio de una sociedad-.

Y seguramente sólo la distancia geográfica con respecto a la realidad y la perspectiva, relativista y crítica, que amplía esa mirilla del observador al periscopio trasatlántico, en relación con la Revolución Cubana, ha permitido que el autor drene sus experiencias y ajuste cuentas con su pasado en aquella isla, soltando lastre en forma de obra de arte. Y, como no hay mal que por bien no venga, haya hecho posible saludar la aparición de un novelista cubano de raza en el País Vasco, en este descubrimiento narrativo de América.