nº 53 - Septiembre 2004 • ISSN: 1578-8644
"La lucha contra el olvido"
enrique gutiérrez ordorika
 El siglo pasado comenzó con Dios muerto y los filósofos echándose en manos del superhombre para curarse, en parte del júbilo por tan notable pérdida, en parte de la pena; y es que, recién enterrado el culpable y a pesar de lo que denunciaran las evidencias históricas, aunque sólo fuera en el renovado altar del progreso y la fe de las vanguardias, la humanidad todavía conservaba capacidad de expiación. Los futurismos descomponían el lenguaje, no para destruirlo sino, según ellos, para descubrir nuevos significados que hablaban de hombres nuevos y revolución.

Sin embargo, en ese eufórico esplendor de modernidad, la voz de un mago de la verbosidad como Henry James declaraba ya en 1915 en el The New York Time que “descubrimos en medio de todo esto que resulta tan difícil emplear las propias palabras como tolerar los pensamientos propios. La guerra ha agotado las palabras; se han debilitado, se han deteriorado…”.

Apenas faltaba un lustro para que el ritmo del charlestón agitara las copas de champán de los alegres salones de los felices años veinte, pero el 1 de julio de 1916, el primer día de la batalla del Somme, murieron o resultaron gravemente heridos sesenta mil soldados británicos; entre ellos treinta mil durante la primera media hora. Después de cuatro meses y medio de batalla, ambos bandos habían sufrido un millón trescientas mil bajas y la línea británica y francesa  había avanzado siete kilómetros y medio. Nosotros esperamos a Godot pero, desconociendo todavía a Kafka, el mundo ya esperaba a Beckett.

La fe es a menudo más fuerte que los hechos, por eso es fe; y las palabras son sólo palabras, independientemente del valor que se les dé en cada época: Hitler, Stalin, Pol Pot, Kissinger y las fortalezas volantes cubriendo de NAPALM las selvas de Vietnam. Enmudeció Zaratustra. Una vez llegados más allá del bien y del mal, alcanzábamos la posmodernidad y, como proclamaba el mantra de Foucault, la objetividad de la ciencia y el significado del lenguaje se convertían en meras fantasmagorías.  

Así concluía el siglo, derribando muros  y enterrando la historia. Del “todo vale” a la nada hay sólo un paso y, consumidas las cenizas de los viejos futurismos, el fénix del nuevo milenio resultó ser de nuevo Dostoievski llorando sobre Manhattan. El último premio Nóbel J. M. Coetzee es de la escuela del autor de Crimen y castigo y también de la del padre de Gregorio Samsa. Grozni, Falujah, Beslán… Los fundamentos de nuestro “mundo feliz” son un montón de discursos en ruinas.

Con el futuro agonizando y las causas perdidas es lógico sucumbir a la tentación del “preferiría no hacerlo” de Bartleby, el escribiente. Sin causa tampoco hay literatura. Pero, frente al silencio, escribir siempre será –como diría Milan Kundera- lucha contra el poder, porque es lucha contra el olvido