nº 53 - Septiembre 2004 • ISSN: 1578-8644
Bestiario
josé morella
El gran problema de la industria española del libro, según el escritor y crítico Germán Gullón en su libro Los mercaderes en el templo de la literatura (Caballo de troya), es la terca inclinación de todo el sistema hacia la producción de libros que nos evaden de la realidad. Para el autor nada ha hecho más daño a la literatura que el exceso de literatura: el estilo estetizante, centrado en lo poético, que nos alejaría del tratamiento de los problemas reales, de la vida cotidiana. Los diletantes, según Gullón, monopolizan los libros. Nos evadimos con historias tan juguetonas como analgésicas y, como buenos burgueses, después de la lectura quedamos encantados de habernos conocido. Gullón se confiesa amante del realismo decimonónico de Pérez Galdós y Clarín, haciendo llegar esta tradición hasta narradores actuales como Jose Ángel Mañas y Lucía Etxeberría, y denuncia que los críticos han marginado a estos últimos por su tendencia al realismo. En su mapa de culpas de la decadencia del libro cada uno tiene su papel: los escritores funcionan como marcas que la gente compra y en las que confía tontamente, como quien se compra gafas de sol o zapatillas deportivas. Para convertirse en marcas, escriben textos etéreos, hechos de un aura santurrona. Libros digeribles. Los editores serían los creadores de dichas marcas, los que las pulirían hasta que todos relacionasen el nombre y la cara del autor (los logotipos) con algo deseable. Los críticos, por supuesto, no se salvan: desprecian todo flirteo con el realismo literario y lo censuran por mala literatura, poco excelsa, peligrosa para la conciencia burguesa y, en consecuencia, para la venta de libros. Por todo ello Gullón exige con más razón que un santo un cambio radical en el mundo del libro: un alejamiento del rendimiento económico como único fin de los libros. Una humanización de la lectura, dado que la literatura está enferma de evasión. Todo elude a la realidad. Se puede estar en desacuerdo con cómo llega Gullón a este diagnóstico en su libro, pero nunca con el diagnóstico mismo. Es lo que el marxismo llamó reificación (mucho mejor el inglés commodification): convertir en objeto de consumo (commodity) lo que tradicionalmente no lo era (non commodity). El libro tenía un componente de dignificación espiritual o pedagógica del individuo lector que hoy, desde el punto de vista de quien lo produce, ha perdido en un noventa y nueve por ciento. En lo que no estamos de acuerdo con Gullón es en que esto sea un problema de la literatura o del libro. Lo de los libros no pasa de ser un detalle doloroso para los que los aman, un castigo para una minoría. Hoy en día no existen ya, en ningún aspecto de la vida, las non commodities. Valgan sólo unos ejemplos: los huevos que nuestros padres comían, simples huevos de simples granjas, son hoy productos de lujo adjetivados como “biológicos” (?) que pagamos a precio de oro cuando no queremos envenenarnos con los huevos “normales” que salen de los campos de concentración de animales que llaman granjas. El hecho, antes fundamental en la vida de una persona, de tener un hijo, por ejemplo, es ahora un acto de consumo: el bebé es un objeto de consumo que vuelve indigerible la paternidad y elimina la libertad, y los abuelos tienen que sustituir a los jóvenes e irresponsables padres cuando estos se cansan de su nuevo juguete. Por no hablar del mundo del ocio, los viajes o el tiempo libre, donde mostramos nuestra verdadera adicción por el consumo más enfermizo. ¿Por qué motivo, pues, en un mundo como el nuestro, el libro debería estar exento de plegarse a las leyes que rigen para todo lo demás? ¿Es acaso más importante que los huevos o los hijos? La realidad (a la que, por cierto, Gullón nunca emparenta directamente con la política y la ideología, quizá por no meterse en un terreno más resbaladizo si cabe que por el que camina) ya ha sido eliminada de nuestras conciencias, y no precisamente por los editores malvados o los críticos carcamales.

El mito ha servido durante siglos para explicarle al hombre que, como le pasaba a Edipo o a Acteón, su vida estaba definida por sus actos. Que debía responder por ellos. Pero en un mundo donde no hay ya claramente actos que te vinculen de por vida con la realidad, en un mundo donde el compromiso es débil o líquido, donde podemos romper con el pasado y volver a empezar como si nada porque el único acto que nos liga a la comunidad es la compra de objetos, ¿de qué sirve el mito? ¿De qué sirven los libros?

No debe entenderse de esto que no estemos totalmente de acuerdo en las conclusiones del texto de Gullón, ni que dicho texto sea una lectura innecesaria. Todo lo contrario. Necesitamos este tipo de debates como el agua. Necesitamos más realidad, más textos que nos expliquen este caos finalista en el que vivimos, y por eso recomendamos vivamente este libro. Su oposición al arribismo pasivo de escritores, críticos y editores es de una crudeza admirable y cabal. Ojalá lo lean todos los que, como nosotros, se puedan sentir aludidos por sus palabras.