nº 56 - Noviembre 2004 • ISSN: 1578-8644
Bestiario
josé morella
Hay frases que, en el bestiario, nos da mucha rabia oír. Frases oídas muchas veces, en conversaciones banales, frases que sirven para zanjar cosas, y que encierran mucho más de lo que callan. Una de ellas es “como en España no se vive en ningún sitio”, lanzada automáticamente por alguien cada vez que en alguna conversación aparece el tema de los viajes, ya sean vacacionales o de cualquier otro tipo. Es sabido que hoy somos turistas todos, vayamos donde vayamos, incluso si no nos movemos de casa, porque somos una especie de cazadores de entretenimiento. Los entretenimientos cada vez se parecen más en todo el mundo, y por lo tanto viajar se ha vuelto una ilusión imposible, una paradoja. Conocer “de verdad” otro país es imposible. Siempre lo ha sido, pero ahora, en la época posmoderna, sabemos que también es imposible conocer el nuestro: a veces, por ejemplo, creemos ver extraordinarios comportamientos, costumbres exóticas, en lo que son tan solo particularidades personales, y otras veces lo extraordinario pasa por delante de nuestros ojos, enorme como un ogro, y no lo vemos. El papanatismo del personal de las ciudades cuando hace turismo rural de fin de semana es un ejemplo proverbial de lo que decimos. Quizá nuestra mayor capacidad sea la de no ver. Si pensamos en costumbres muy afianzadas en nuestro país, como las tracas ruidosas o los toros, no alcanzamos a ver lo que salta a la vista: que aguantar la lluvia de ruido bajo la “mascletá” es de un machismo ridículo y fanfarrón, y que clavarle banderillas a un toro es una tortura inigualable, una salvajada.

Nos interesa cada vez más la gente que se siente por definición extranjera, ya sea en su país o fuera del mismo. Es un sentimiento muy fuerte que te atrapa y del que no puedes deshacerte, y que, a pesar de dificultar la vida social, es un cedazo infalible para elegir a los amigos. Se comienza a dar, para alegría nuestra, una sana tendencia que consiste en un alejamiento progresivo de la importancia del sentimiento nacional en la literatura. Prueba de ello es la tendencia de los últimos premios Nobel, autores que, como Elfriede Jelinek o J.M. Coetzee, representan ese sentirse extrañados o extranjeros en su propio país, generando una crítica mucho más limpia y certera, mucho más sana, que la que se podría ejercer desde fuera (pero también desde dentro). Son molestos y sagaces, porque la vida de los extranjeros es dura: están acostumbrados a una dialéctica salvaje y una misantropía orgullosa y bonita que les convierte en orquídeas únicas. Odiadas por las otras flores por culpa de su independencia y rareza. El ejemplo del Nobel opuesto lo tenemos aquí: Camilo José Cela. Ese si que no es un extranjero en su propio país. De hecho, intentaba personificar a España y a lo español. Por todas partes encontraréis a españoles que lo admiran. Muy pocos pondrán en duda nada de lo que él hubiera podido decir. Era un hombre seguro de sí mismo como un guepardo. Por suerte, también está Juan Goytisolo, ahora reeditado, que hace tiempo que disfruta de su condición de orquídea en África. En todas estas cosas hemos pensado después de leer Tierra y cenizas (Lengua de Trapo), del afgano Atiq Rahimi, porque habla de su país desde esa especial posición que podemos llamar la del extranjero autóctono. Cuenta el viaje de un hombre, Dastguir, y su nieto, Yasin, hacia la mina de carbón donde trabaja el hijo del primero y padre del segundo. Van a contarle que su aldea ha sido arrasada por los rusos, y toda la familia excepto ellos ha perecido. Yasin se ha quedado sordo por culpa de las bombas, pero él piensa que, por el contrario, las bombas le han quitado la voz a todos los demás. El estilo lacónico y pulcro de Rahimi es un esfuerzo por representar la máxima violencia con la mayor delicadeza posible. Consigue evitar lo obsceno de la guerra y explicar la guerra al mismo tiempo, sin quitarle un ápice de dolor. Salpica el desierto narrativo de su historia con gotas de poesía destilada, mineral. Eso es lo que la literatura todavía puede ganarle a la imagen televisiva. Se pierde la obscenidad, se gana en delicadeza. Y en verdad. Porque la verdad necesita una reflexión, un proceso de digestión mental, y la imagen es la brutalidad en el salón de tu casa. El acto puro sin reflexión. Nos parece que sólo un extranjero radical como Rahimi podría haber escrito este texto. Ningún otro afgano podría haberlo hecho, porque está demasiado implicado en su propio tejido de país para ser capaz de afrontar una visión semejante. Rahimi lleva años de exilio en París. Cada día, a las diez de la mañana, se va a un bar, siempre el mismo. Se pide un desayuno, y en cuanto el bar comienza a estar lo suficientemente lleno para que él se sienta solo, se pone a escribir. Se va de allí unas doce horas después. En una entrevista, Rahimi explica que eso sería imposible en su país: “en ciertos países, como Afganistán, no se tiene derecho a la soledad. La vida en familia, la vida social, política e intelectual te obliga a estar todo el tiempo en contacto con otras personas (... ) Hay miradas, sabes que estás siendo vigilado”. Cuando volvió a su país, en 2000, para hacer un reportaje fotográfico de encargo para una revista francesa, notó el choque del retorno: “todo el mundo dice que partir es morir un poco. Yo digo que volver también es morir”, dice Rahimi. Su nuevo libro, todavía inédito, tiene un título inequívoco: La imagen y el imaginario del retorno. Paradójicamente, sus libros tratan todos sobre Afganistán. Su país parece obsesionarle. Pero para poder hablar de él necesita colocarse en el mundo como un extranjero. Acercarse a sus compatriotas como si estos fueran extraños. Y lo son. Ahí descansa la calidad de su mirada. En el extrañamiento. Ver en las cosas que creemos normales lo extrañas que en realidad son. Una anécdota servirá para ilustrarlo. En el rodaje de la película basada en Tierra y cenizas, presentada este año en Cannes y rodada en Afganistán, Rahimi se sintió totalmente fuera de lugar, extranjero. Habían programado incendiar un pequeño pueblo para algunas escenas. Era un pueblo totalmente destruido y abandonado. Reconstruyeron parcialmente el lugar de forma muy frágil, apenas unos decorados, todo en papel y madera. También reconstruyeron una mezquita. De repente, apareció gente que empezó a ir a rezar a la improvisada mezquita de cartón piedra. Les daban las gracias, imaginando que eran una ONG que iba a reconstruir todo el pueblo. Rahimi dice: “cuando digo que el arte es inmoral quiero decir esto: teníamos los medios para construir un pueblo sólo para destruirlo después. ¿Imagina el efecto de eso en aquel lugar? Yo les explicaba lo que era y les mostraba que, si se apoyaran en la pared de la mezquita, todo se iría abajo. Finalmente, aceptaron 500 dólares por cada casa, además del material que usamos en la filmación. Pero el día en que íbamos a filmar una escena muy importante, una parte de la mezquita se incendió y hubo una revuelta. Llegó gente de otros pueblos con armas. Fue peligroso. Durante todo el tiempo estuvimos amenazados y quisieron colocar explosivos donde filmábamos”. Rahimi es al mismo tiempo el extranjero más alejado posible y el afgano que más de cerca, con más amor y sutilidad, nos ofrece una crítica honesta. Él mismo se coloca en el centro de la crítica cuando dice que el arte es inmoral, y no le importa. Esa autocrítica es la esencia de ser un extranjero “de la casa”. Por ella lo es. Su mirada está corrompida de exterioridad y, precisamente por eso, es la más limpia posible.