nº 50 - Mayo 2004 • ISSN: 1578-8644
"Ciegos de Hervé Guibert, o el narcisismo cuestionado por la ceguera"
lionel souquet
Hace más de diez años, fui uno de los actores-espectadores de un curioso happening organizado por el Teatro Nacional de Bretaña, en Rennes. Este montaje, titulado Diálogos en la oscuridad, le proponía al público la experimentación de la ceguera. Se presentaba bajo la forma de un recorrido de una hora, en total oscuridad, a través de varias salas o, mejor dicho, varios ambientes. el primer espacio simulaba un campo con una senda que serpenteaba entre los setos y los árboles de un bosque reducido que parecía inmenso. Esta senda pretendía conducirnos fuera de los caminos trillados, y cumplió con esta promesa. Gracias a una grabación muy bien hecha, la ilusión era «casi» perfecta: se escuchaba la música de un arroyo, el cantar de los pájaros y la brisa –simulada por un ventilador– en las tupidas ramas de los olmos y de los álamos. Por supuesto, esta moderna cueva de Platón era un poco «kitsch»: olía a cartón piedra, a decorado de teatro o de cine. Pero la falsedad y relativa mediocridad de la decoración –que, seguro, nos hubiera molestado viendo una película– no importaba aquí: el simulacro funcionaba como revelador de algo mucho más esencial. Creo que, al principio, el proyecto de visitar este «montaje» había sido, para mí, como ir a ver una película de horror para pasar miedo, pero con la certidumbre pueril de volver, luego, a la normalidad –bueno, a nuestra normalidad de videntes–. Pero fue todo lo contrario. Nos guiaba y serenaba la voz de una acompañante ciega y, a pesar del estrés provocado por las numerosas trampas y los peligros sugeridos por la segunda parte del recorrido, el urbano, cuando por fin llegamos todos al bar, también inmerso en las tinieblas, nos sentíamos muy relajados. Todos teníamos el sentimiento de que esta experiencia breve y lúdica nos iba a marcar para siempre. Habíamos entendido..., pero no se podía explicar. Pocos años después, cuando descubrí Ciegos, tuve la misma impresión y entendí que este tipo de experiencia sólo la literatura la puede reproducir y transmitir.

Esta novela de Hervé Guibert se saborea como un exquisito manjar, se chupetea como un caramelo ácido y se devora como carne cruda. Se puede leer como una aventura apasionante, como un cuento extraño y cruel y como un poema, lleno de imágenes inesperadas, pero iconoclasta en el sentido etimológico de la palabra. Con un final que le da una dimensión mitológica, esta parábola pagana nos invita a pasar del otro lado del espejo, o de la luna, para descubrir lo que nos puede enseñar la diferencia. Cada lector puede interpretar la novela a su manera y también puede decidir no interpretarla y leerla como una aventura entretenida y emocionante. Sin embargo, Guibert era un autor comprometido y un «personaje» muy de su época. Por eso, intentaré aportar algunos elementos que puedan ayudar a situar esta novela en su contexto...

«Familias, os odio». Hervé Guibert bien hubiera podido reivindicar esta famosa frase de André Gide. Lo demuestra en 1986, en Mes parents, una novela tan bonita como cruel sobre las relaciones entre padres e hijos. Hervé Guibert nació en 1955, en París, en una familia de la pequeña burguesía francesa. Por su homosexualidad, se encuentra en una situación de ruptura con la sociedad conformista y bienpensante de la que ha salido. Su homosexualidad no es, en absoluto, un «detalle» de su vida privada, sino todo lo contrario: la pone en escena, de manera bastante narcisista, en casi todas sus novelas. Un poco como Jean Genet, a quien admira, asume plenamente, o pretende asumir, de manera casi aristocrática, la marginalidad de su destino y la «infamia» que lo mancilla. Invadiendo su obra, los detalles más mínimos –a veces sórdidos– de su vida íntima, y sobre todo sexual, son vistos como a través de un microscopio y le sirven para tejer una escritura muy erótica –hasta pornográfica a veces, como en Les chiens–, pero muy comprometida. La acumulación de detalles sexuales, la sobreexposición de lo que se suele ocultar, es precisamente lo que le permite mostrar que la sexualidad no es un detalle, sino uno de los factores determinantes de la identidad. Además, la materia prima de su obra la compone casi siempre una experiencia personal inmediata. Así, en 1977, un choque, después de una operación, le inspira su primer relato, la Mort Propagande. Como dice él mismo, este tema siempre lo habitó, lo fascinó: «Desde que tengo doce años, y desde que me aterra, la muerte es para mí una manía». Entonces, cuando en 1988 se entera de su seropositividad, la enfermedad se convierte en tema central –obsesivo– de su obra.

El Protocole compassionnel (1991), L’Homme au chapeau rouge y Cytomégalovirus (publicados en 1992, pocas semanas después de su muerte) cuentan «su» sida. Pero es la primera novela de esta serie, Al amigo que no me salvó la vida, la que, en 1990, lo propulsa hasta el primer plano del panorama audiovisual francés. El éxito de su novela es tal que, sólo un año más tarde, se traduce al español y conoce varias reediciones. Por su contenido y sus consecuencias, esta obra recuerda a Antes que anochezca (1992), de Reinaldo Arenas. Tanto en Guibert como en las memorias del escritor cubano, encontramos un mismo furor y tono violento para denunciar la estigmatización social, institucional y política de la que los homosexuales, y sobre todo los enfermos del sida, son víctimas. El lector se siente impresionado y, a veces, le puede chocar la virulencia de estos autores que, como ya no tienen nada que perder, parecen estar en busca de la verdad absoluta. La familia y los amigos de Guibert serán las primeras víctimas de lo que él presenta como una «palabra de verdad», sin concesiones. Mientras se desnuda, Guibert expone también, públicamente, la vida de su amante Thierry (Jules en Al amigo que no me salvó la vida y T. en Le mausolée des amants, el diario íntimo que redacta de 1976 a 1991 y que también será publicado) y de Christine, la mujer con la cual Thierry tuvo dos hijos (Berthe en la novela y C. en el diario). A pesar de sus celos, Guibert se casó con Christine, su amiga y rival, para que ella heredara sus derechos de autor. Pero esta novela provocó esencialmente un escándalo porque revelaba públicamente que el gran filósofo francés, y amigo de Guibert, Michel Foucault, que aparece aquí bajo el apodo de Muzil, había muerto de sida. Otro personaje público, mucho más popular, contribuyó, a su pesar, al escándalo provocado por esta novela codificada: el personaje de Marine es, en realidad, la famosa actriz francesa Isabelle Adjani, a quien Guibert le reprocha haber traicionado su amistad y de la que se venga dejando pensar que es seropositiva. Ésta, tomándoselo muy en serio, lo desmentirá en un telediario. La crueldad de Guibert es tal que, a veces, Al amigo que no me salvó la vida parece ser un ajuste de cuentas, pero es, paradójicamente, y gracias a la más escandalosa y no la mejor de sus novelas, como Guibert, por fin, se hace famoso después de trece años de escritura.

Por tanto, Hervé Guibert se presenta –a menudo de manera voluntaria pero también inconscientemente a veces–, como un personaje ambiguo, manipulador, incluso malvado, egoísta y narcisista, sobre todo en la segunda parte de su vida y de su obra. A veces, parece caer incluso en las trampas que Susan Sontag señala en La maladie comme métaphore (1977) y luego en Le sida et ses métaphores (1988): como el común de los mortales, Guibert opina que la enfermedad vuelve a la gente «interesante», ya que se supone que, enfrentados a la muerte, se hacen más conscientes. Como Antes que anochezca, Al amigo que no me salvó la vida es una obra a veces excesiva y presenta algunos puntos flacos. Sin embargo, también tiene el gran mérito de transmitirnos de manera no conceptual, con toda la violencia y la fuerza de los sentimientos, lo que Susan Sontag decía de manera teórica: el discurso metafórico que se construye alrededor del sida y que estigmatiza a los enfermos, «(...) le proporciona una justificación convincente a un poder autoritario (...) sugiere implícitamente la necesidad de la represión y de la violencia estatales (...)». Más que cualquier otra enfermedad, el sida tiene una verdadera dimensión social y política. Por fin, cuando utiliza el sida del que es víctima como arma y cuando organiza la promoción de su propia imagen, no sólo de escritor sino también de hombre, una imagen de belleza y de juventud a punto de ser destruida (filma su agonía y su intento de suicidio en La pudeur ou l’impudeur, una película varias veces censurada que fue emitida en televisión un mes después de su muerte), Guibert nos introduce en un reino en el que todos nos negamos a ver y que, sin embargo, forma parte integrante de la vida, de nuestras vidas: la enfermedad, el sufrimiento y la muerte.

Sin embargo, el gran filósofo francés Gilles Deleuze opina, en contra de numerosos críticos y teóricos de la literatura, que no se puede escribir con sus neurosis y que un escritor sólo puede crear abandonando la eterna repetición del «yo» y la interminable cerrazón con «papá-mamá». Por eso, podemos preguntarnos si Guibert es un «verdadero» escritor o un impostor, un simple provocador presuntuoso (él mismo dirá, en un famoso programa de televisión dedicado a la literatura: «Sé que soy un gran escritor»). No obstante, para entender el trabajo de Guibert, hace falta saber que miente: Mes parents no es una autobiografía, como podríamos pensar, sino una verdadera novela. Ocurre lo mismo con el resto de su obra. El «decirlo todo» de Guibert no es un contrato en regla firmado con la sociedad, es un postulado literario. Aquí, la «verdad» no se debe creer a pies juntillas, en absoluto, se trata por lo contrario de un juego amañado, falsificado, un bluff intelectual que lucha sin cesar, y hasta el último suspiro de su autor, en contra de los «monederos falsos» de la literatura, los que desprecian los sentimientos. Guibert miente, pero dice la verdad. Es la paradoja de su obra. La fidelidad documental al referente real no tiene mucho que ver con la verdad. Y «contar historias» puede ser, al contrario, el mejor modo de encontrar y de decir la verdad, la de los sentimientos. Según algunos críticos, Guibert ha creado su propio género literario, la autoficción: siempre siembra la confusión, el narrador emprende un vaivén constante entre verdad y ficción, los límites entre lo verdadero y lo falso se encuentran siempre aplazados. Después de Guibert, otros escritores franceses como Christine Angot –actualmente una de las autoras más mediatizadas por el «PAF», el «paisaje audiovisual francés»– han seguido el camino de la autoficción. En España, quizás podamos pensar también, en cierta medida, en la escritora Esther Tusquets, editora de Al amigo que no me salvó la vida, y cuya obra, muy autobiográfica, intenta reconciliar la identidad soñada con la identidad vivida. Fuera del universo puramente literario, es interesante señalar la obra plástica y conceptual de la artista contemporánea francesa Sophie Calle que, entre otros temas y proyectos estéticos que comparte con Guibert, también se interesó en la «visión» de los ciegos y en su definición de la belleza.

Más allá de la autoficción, Guibert se relaciona, probablemente de manera más amplia, con la novela posmoderna y la metaficción, es decir, la novela que se considera a sí misma como objeto, interrogando los límites entre realidad y ficción. Aunque esta actitud ya se podía encontrar en 1926, en Los monederos falsos de Gide, es mucho más característica de la escritura novelesca de 1950 al final de los años ochenta, como en Paul Auster, Borges, Umberto Eco, David Lodge, a veces en Reinaldo Arenas –en Celestino antes del alba y sobre todo en su cuento Mona (Viaje a La Habana)– o también en la obra de Luis Goytisolo, sobre todo Estela del fuego que se aleja, en que el escritor se multiplica sin cesar en su propio texto. En verdad, Guibert no se puede reducir a su personalidad narcisista, ya que, con la creación de una escritura que se puede calificar de narcisista*, es decir, metaficcional, el autor «se deshace de sí mismo» y establece nuevas conexiones con el exterior. Así, por ejemplo, en Fou de Vincent (1989), no se contenta con contar una de sus historias de amor, sino que inscribe literalmente su homosexualidad dentro de la escritura: primero, por el título que, más allá de su aparente normalidad y trivialidad, impone la imagen provocativa de un amor pasional en masculino. También por su forma, ya que esta novela tiene una cronología invertida y, por lo tanto, puede leerse perfectamente al revés, desde el último hasta el primer capítulo. La inversión estructural aparece, pues, como la materialización escrita de la inversión sexual.

Todavía no hemos hablado precisamente de la novela que aquí nos interesa, Ciegos, y sin embargo, ya hemos dicho lo esencial. Aunque su temática parezca muy alejada del tema del sida, todas las claves de esta obra de 1985, por lo tanto tres años antes de la revelación –o confirmación– de la seropositividad de Guibert, se encuentran en las novelas del segundo período, las del sida. Este segundo período no se puede disociar del primero, del de «antes» de la revelación.

Aquí también, la experiencia personal está en el origen del relato: después de haber realizado como periodista un reportaje en el Institut National des Jeunes Aveugles (Instituto Nacional de los Jóvenes Ciegos), Guibert volvió allí durante cierto tiempo como lector benévolo (es, primero, como fotógrafo como le llama la atención la ausencia de imágenes y de mirada). Sin embargo, la dimensión autobiográfica es escasa en la intriga de Ciegos: allí, Guibert se representa a sí mismo, en medio del relato, en una escena breve, un poco desfasada o incongruente y casi extraña, que sugiere quizá sus propios sentimientos. No obstante, sobre todo, esta escena le permite explicar el motivo de su fascinación por el mundo de los ciegos: «Yo era bien parecido y no poder ser visto era el colmo de las delicias». El mundo de los ciegos le interroga, por tanto, en uno de los rasgos más característicos de su carácter, en lo que para él es casi una actitud ante la vida: el narcisismo. Ahora bien, aquí, no opera nada de lo que le otorga un poder sobre los demás: ni su belleza ni su talento de escritor. Los ciegos se duermen escuchándole y el texto dice explícitamente: «Decididamente despreciaban la lectura (...)».

Lo que Guibert nos cuenta aquí no es, por lo tanto, el inventario de los hechos cronológicos de un episodio de la vida real. Ciegos es, más que el relato, la trascripción escrita de una toma de conciencia (la descripción del Instituto recuerda mucho el Sanatorio antituberculoso, otro lugar de iniciación para el narrador de La Montaña mágica de Thomas Mann). El narcisismo del autor (seducido por uno de los ciegos) ha sido puesto a prueba, de manera concreta, y derrotado por un mundo al cual no tiene la impresión de poder controlar: «(...) aquel al que había vigilado, observado tanto y amado tanto, y el que, estaba seguro, jamás había detectado mi existencia (...)». En consecuencia, Hervé Guibert, como individuo, tiene que apartarse, borrarse, para que se exprese el autor y que viva el relato. Su presencia como personaje dentro de la novela parece casi anecdótica y un mundo entero –el de los ciegos– va tejiéndose a su alrededor y sin él: «La mentalidad de los videntes, mira, una materia que debería enseñarse en la escuela, como geografía o historia, ya que si no la sabemos jamás podremos ser los maestros, jamás podremos combatirlos». Cuando leemos esta frase pronunciada por uno de los ciegos de Guibert, pensamos de inmediato en las magníficas páginas de «Informe sobre ciegos» del gran escritor argentino Ernesto Sábato (en Sobre héroes y tumbas), en que el personaje-narrador está convencido, poco a poco, de que todos los ciegos forman parte de una secta que quiere aniquilar a los videntes. En la obra de Sábato, el ciego representa al otro, al enemigo. Para Guibert, el ciego es el otro amado y deseado pero inaccesible, como casi siempre en su obra. Para Guibert, el único medio de conjurar esta alteridad casi absoluta consiste en deslizarse, hundirse, derretirse en ella, a través de la escritura: volverse ciego. Aquí es donde intervienen Robert, Josette y Taillegueur, las víctimas-verdugos de este cuento cruel. Nos llevan a través de una historia que se puede leer simplemente como una novela de amor y de odio o como una policíaca, pero que, a semejanza de algunos textos filosóficos como la Lettre sur les aveugles (1749) de Diderot, lleva una reflexión subversiva sobre el universo. Ciegos es un relato múltiple, a veces difícil de comprender, ambiguo... apasionante. Pertenece a un género casi inclasificable, funciona como un conjunto y nos precipita en un mundo que, a pesar de nuestros prejuicios de videntes, existe también de manera completa, como un mundo en el que no falta nada, ningún sentido (podemos tomar esta palabra con sus dos significados). Por eso, Guibert se siente obligado a «re-crear» la lengua, ya que toda lengua es la traducción de un solo mundo posible: el de los cinco sentidos. Gracias a unas asociaciones inéditas (como el «rojo trompeta» o el «azul violín») y a partir de nuevas representaciones del cuerpo («(...) Había soñado que los objetos no eran más que injertos de su cuerpo, tumores molestos o leves»), Guibert desarregla una lengua que descansa en una supuesta evidencia de los cinco sentidos y que excluye todas las otras posibilidades. Guibert provoca un tartamudeo en la lengua (pensamos en Deleuze). A través de uno de sus personajes, parece que Guibert nos está diciendo: «Yo no garantizo el color». Incluso las frases o las escenas más ambiguas, misteriosas, oscuras como el final (que sólo después de una lectura muy detallada se puede interpretar de manera racional) aparecen como una trascripción del mundo tal como lo perciben los ciegos. En la obra de Gide, la ceguera edípica de los personajes –podemos pensar en Gertrude en La Symphonie pastorale– es el precio de la búsqueda de una lucidez inaccesible. En Guibert también, pero es sobre todo la experiencia de una alteridad positiva para el narrador, de un devenir que aniquila simbólicamente la noción de diferencia: «(...) de repente mis ojos recibieron bajo ellos el estallido seco de la taza del baño que les esperaba, mi favorito se acercó y los decapsuló, me dijo al oído, suavemente: se los injertaremos a un perro rabioso». Este deseo de identificación del autor con sus personajes toma curiosamente un sentido casi profético cuando se sabe que, siete años más tarde, Guibert perderá la vista, como lo cuenta en Cytomégalovirus.

(Homo)sexualidad, sida y escándalo son los ingredientes que le volverán famoso a Guibert, pero que, desdichadamente, ocultarán también los otros aspectos de una obra llena de talento –brillante a veces, incluso genial– y la harán recaer en una relativa «confidencialidad», como si sólo los lectores homosexuales seropositivos pudieran apreciarla. Por lo tanto, agradezco a los traductores y editores que han permitido que esta obra, tan hermosa como venenosa y extraordinariamente universal a pesar de la aparente marginalidad de sus temas, sea ahora un poco más accesible y mejor conocida por los lectores hispanohablantes.

Lionel Souquet
Universidad de Brest

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* Es la crítica americana Linda Hutcheon la que inventa, en 1980, la noción de «novela narcisista». Habla de «narcisismo abierto» cuando la novela interroga los límites entre la ficción y sus relaciones con la realidad.