nº 50 - Mayo 2004 • ISSN: 1578-8644
Recuento
"Michel Onfray. Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar"
santiago rodríguez guerrero-strachan
Michel Onfray. Teoría del cuerpo enamorado.
Valencia: Pre-Textos, 2002.

¿Puede haber una ética radicalmente materialista hoy en día en una sociedad cuyos máximos valores provienen del idealismo y del perpetuo aplazamiento del deseo real? ¿Es posible una sociedad en que el placer y el deseo no sean vistos como algo negativo y que hay que perseguir en nombre de un supuesto bien común? ¿ Llegaremos alguna vez a comprender que deseo, placer y realización son conceptos y acciones unidas a la libertad?, ¿que no hay – no puede haber – libertad haya donde el deseo es reprimido y extirpado?

En esa línea se encuentra el libro de Onfray. El filósofo se ocupa no de la teoría del conocimiento, ni de ontología o lógica, ni siquiera de especulaciones éticas abstractas. Para Onfray la filosofía ha de ocuparse del buen vivir, afortunadamente para nosotros lectores legos en filosofía. El filósofo ha de hacer posible la vida filosófica, que es otro modo de decir que ha de ocuparse de una vida que no esté mutilada ni fragmentada ni alienada por el dinero, la producción, el trabajo y el dominio. Ahí es nada, ocuparse en diseccionar el cuerpo enfermo de la sociedad contemporánea, enumerar sus males y proponer remedios. Y cuando la terapia proviene del acervo materialista, la dificultad se agrava por el poso de la rutina y los intereses que han ido sedimentándose a lo largo de los siglos.

Aunque ya lo sepamos pues hemos sabido descubrirlo a pesar de tantos ocultamientos, tantas prohibiciones, tantos falsos modelos que nos propusieron desde que éramos pequeños, el cuerpo es lo único que tenemos, lo único que nos relaciona con el mundo y con el resto de las personas. Del cuerpo surge el deseo y el placer, desde él y con él, a veces en contra de él, nos asaltan las primeras y últimas perplejidades de la vida, la mayoría de las veces en forma de experiencias personales más o menos acerbas; vivencias que pueden, ¿o quizás deben?, servir al filósofo en su andadura intelectual.

El cuerpo como único agarradero a la vida, pero sobre todo el cuerpo y la vida como exceso frente a cualquier puritanismo, ya sea de tipo religioso o político o económico – y a estas alturas me pregunto si hay alguna diferencia entre los tres, si no comparten una misma raíz e idénticos objetivos. La satisfacción es gasto, lo contrario de lo que cualquier moral puritana predica; y es gasto porque no tiene sentido guardar para un futuro tan probable como inexistente. Ahora bien, junto con la superabundancia, no hemos de olvidar que el disfrute impone una serie de precauciones. Hay que evitar aquello que cause dolor, aquello que reduzca las opciones de la libertad, aquello que suma a las personas en un estado que les impida decidir o continuar una vida filosófica. El problema así no se sitúa en la esfera religiosa del vicio y la virtud sino en la muy terrenal de la libertad y la vida plena.

Como ejemplo Onfray propone al pez masturbador, al cerdo epicúreo y al erizo soltero; animales que viven y gozan de las alegrías terrenales. La persona es una máquina deseante que se desborda por la energía que brota de ella y que necesita continuamente satisfacer sus deseos. Es también el libertino que busca una vida tranquila centrada en sus propios intereses al tiempo que establece contratos humanos con otras personas; contratos que le obligan como persona. Para que la vida sea llevadera, el libertino no cede a las tentaciones religiosas del sufrimiento y la ascesis. Sabe que nada hay más allá de esta vida que no sean vanas ilusiones creadas por el miedo, la ignorancia y las superstición. El tiempo humano es un tiempo en el que no existe la dilación ni el futuro, en el que nada hemos de esperar de un mañana lejano. Tampoco ve el libertino a las personas como seres sociales obligados por normas superiores a los humanos. Las personas somos seres libres, nómadas, a pesar de que esto suponga un grado de soledad y angustia que las bienintencionadas morales gregarias ocultan y remedian a costa de la sumisión, claro está porque nada es gratis. La autonomía y el nomadismo, sin embargo, permiten tratar al otro en igualdad de condiciones, lo que elimina cualquier servidumbre, ya sea de clase de género o económica.

No descarta el libertino una práctica de la dulzura y del cuidado moral del otro – que es, no lo olvidemos, un ser inmerso y constituido por su radical soledad y autonomía al igual que cualquiera de nosotros – basada en la complementariedad. Solo vale la voluptuosidad celebrada y la sensualidad fundada en el contrato libertino. Supone esto el ideal de la buena distancia, la eumetría, ni demasiado cerca para que nos molesten o para que molestemos ni demasiado lejos como para que sea imposible la relación.

¿Queda lugar para la fidelidad, para el compromiso o para una vida compartida? Queda siempre y cuando no pensemos que es una obligación que nos viene impuesta y se escapa de nuestra capacidad de decisión. El cuerpo enamorado es, en primer lugar, aquel que se sabe humano y solo humano y que también sabe que solo le rodean humanos. Solitarios porque no hay paraguas religiosos que nos acojan pero acompañados solidariamente por esas otras soledades, el libertino procurará evitar el sufrimiento tanto como causarlo a otros pues solo se vive una vez, y solo una vida sin horizontes transcendentales merece la pena ser llamada así.