nº 48 - Marzo 2004 • ISSN: 1578-8644
Bestiario
josé morella
En el diccionario de uso de Manuel Seco se dice que el adjetivo exótico se refiere especialmente a lugares tropicales u orientales. Es un adjetivo que hace pensar en humedad, calor, arena, bebidas ligeras, costumbres desconocidas, gentes de otras razas. Pero leyendo los estupendos libros del novelista islandés Gudbergur Bergsson se tiene la sensación de que no hay nada más exótico en el mundo que Islandia y los islandeses. Nada, como dice el diccionario, más “lejano y muy distinto en su ambiente físico y humano”. Aunque quizá, sospechamos, este exotismo sea una especie de fruto paradójico. Que tal vez esté hecho a base del exceso de ausencia de exotismo. Un exceso de civilización, de norma, de rectitud religiosa a través de lo siglos, de recato y convivencia, de ausencia de problemas. Al detenernos en las peripecias de los protagonistas de la novela Amor duro (Tusquets), se diría que su principal problema es haber llegado a un exagerado y nunca visto desarrollo sociopolítico, una especie de abismo final de la corrección de la vida en comunidad, en el que ya no hay enfrentamientos sociales de ningún tipo. En ese mundo límbico protegido por el frío y una luz particular, en el que las mujeres hace tiempo que se liberaron del yugo de la familia tradicional, los parados lo son porque quieren y no aceptan las ofertas de la oficina de desempleo, y el terrorismo universal proclamado por el trío de las Azores no llegará jamás porque todo el mundo sabe que el relente del país derrite cualquier tipo de ardor revolucionario, el problema es que no hay problema. Quizá por eso los jóvenes islandeses son capaces de beber alcohol de quemar cuando no tienen ginebra a mano y las borracheras cotidianas se prolongan, según un amigo nuestro de ese mismo país, “hasta morir”. Quizá por eso el protagonista de Amor duro nos coloca ante pensamientos que nos parecen clarividentes, que comprendemos perfectamente pero que sin embargo no hemos pensado nunca: porque tenemos cosas que resolver antes de llegar a ese punto del desarrollo humano. Es como si un hombre de treinta años extremadamente pedagógico y perspicaz en su discurso le explica su miedo a la paternidad a un chico de diecisiete. Conseguirá hacerse entender porque es un gran orador, pero para qué quiere el otro entenderlo. Respuesta: porque justo después del discurso y antes del para qué se esconde y se abre la enigmática flor de la poesía. También, justamente por eso, podríamos pensar que en Islandia nada es tan distinto y que Bergsson simplemente utiliza el viejo y rentable método de la desautomatización: ver las cosas cotidianas, que estás harto de ver, como si las vieras por primera vez. Extrañarse ante ellas, tomar conciencia de lo insólito que es todo aquello que tenemos alrededor. Nuestras vidas, nuestras costumbres, nuestras casas, nuestras relaciones. La novela cuenta una historia cuya simplificadora sinopsis ya resulta ajena a nuestra apalancada y polvorienta tradición literaria: un hombre se suicida y deja en herencia, al primero que abra una carta con su nota de despedida, todas sus pertenencias. Con la condición de que se quede también con su amante, un hombre casado. El protagonista de la novela, también casado y padre de tres hijos, amigo del muerto, es quien se queda tan extraña herencia. La novela es el diario de este hombre, plagado de hermosas, frías a veces, pero poéticas y potentes reflexiones. Por ejemplo: el signo más claro de la madurez de un hombre es que, a los cincuenta y tantos, empiece a comportarse como un jovenzuelo inmaduro, como un púber gritón y caprichoso. Dice textualmente: “¿Qué es más maduro que permitir a un cuerpo y a una mente ya plenamente formados huir volando de las obligaciones de la rutina?”. Los profesores que enseñan a adolescentes, según él, deben decir cosas totalmente incomprensibles, porque así se despierta en el alumno el deseo de comprender y ese deseo les hará, de adultos, comprender verdaderamente. Sin embargo, el profesor que simplifica con frases fáciles a los grandes pensadores para que los jóvenes le entiendan está formando a futuros idiotas. Sus opiniones sobre la mujer, propias de un misógino recalcitrante, se basan en que la mujer, para conseguir su liberación, ha luchado mucho y ha creado un inagotable discurso sobre sí misma, un discurso defensivo contra las agresiones de los hombres. Y ahora esas palabras, que lo explican todo, las han desprovisto de enigma. Y son los hombres, sumidos en su silencio, quienes son enigmáticos, es decir, quienes disfrutan del amor verdadero. Las mujeres aparecen, en la novela, como liberadas cotorras, y los hombres como imperfectos y vulgares amantes, pero auténticos, llenos de vida auténtica como la tierra o el sudor. Es el mundo al revés. Todo el texto es una concatenación sin pausa de desmentidos vitales, de extrañamientos. Como si despegara cromos de un álbum muy antiguo hasta convertirlo en un melancólico y polvoriento montón de papel grapado, Bergsson va poniéndole la zancadilla a nuestras costumbres de burgueses oxidados, devolviéndonos a un tiempo toda la medida de nuestra vulgaridad, de nuestra nada, de nuestra propia autenticidad, dura como el amor del título, escondida tras miles de capas de ciudadano responsable como un termitero se esconde en la raíz de un baobab. Una última delicadeza: “el grado más elevado de amistad es estar dispuesto a transformar a alguien en palabras después de la proximidad personal”.