nº 51 - Junio 2004 • ISSN: 1578-8644
"El Pingüino"
jesús caudevilla
Llevaba trabajando en las Ramblas de Barcelona desde el noventa y ocho. Disfrazado de pingüino permanecía horas y horas inmóvil. En ocasiones concentrado en sus pensamientos, en otras vaciando la mente. Abstrayéndose de cualquier consideración. Buscando el descanso más absoluto. Ese que tantas veces se le había negado a lo largo de los últimos años. Únicamente realizaba movimientos basculantes cuando alguna persona le echaba una moneda en el recipiente circular de hojalata que años atrás contenía sardinas de gran tamaño. Con lo que recogía subsistía. En realidad malvivía en una pensión de mala muerte en ciutat vella. Su escuálida economía no permitía al-egrías... Una habitación que olía a humedad y a lejía. A la dueña, una sexagenaria viuda de un policía de la desaparecida brigada político social, le obsesionaba la limpieza. Virtudes, nombre que le pusieron en la pila bautismal de su pueblo natal el año que acabó la guerra civil, a pesar de la modestia del lugar lo mantenía limpio. Todo lo limpio que se puede dejar un inmueble que rezumaba vejez por cualquiera de sus rin-cones. Ello no evitaba que, de tanto en tanto, mostrase su silueta alguna cucaracha. De la limpieza se encargaba una sobrina lejana que se deslomaba arrastrándose por los suelos ante la inquisidora mirada de la vieja. Vieja de rostro demacrado y barbilla pr-onunciada pero que no ocultaba que en el pasado fue una mujer bella. A la muerte del marido había heredado la pensión. Cómo la había conseguido el funcionario con su modesto sueldo. De esa pregunta corrían muchas respuestas aunque la mayoría no dej-aban inmaculado el nombre del difunto. Oficialmente la compró a buen precio a una pareja que se tuvo que marchar de la ciudad con urgencia. Una urgencia nunca aclarada.

Una urgencia sospechosa.

Para el pingüino aquellas historias carecían de interés. Pasaba de habladurías. Ya tenía suficiente con la carga de su propia existencia para ocuparse de una anciana que, por otra parte, le trataba a las mil maravillas. Incluso si algún mes se retrasaba en el pago se mostraba comprensiva. Se abstenía de recordárselo. Sabía que él, una vez reuniese el dinero, saldaría las deudas.

Ella lo sabía.

Él lo sabía.

La alimentación del pingüino era irregular. Algunas jornadas superaban a otras. Incluso durante la mejor época, en verano, se permitía el lujo de alguna opípara comi-da. Bueno, el adjetivo de la mejor época se refería al negocio porque físicamente debía soportar el calor estival cubierto con el atuendo de pingüino. Sudaba la gota gorda. Perdía algunos quilos. A mí no me hacen falta dietas de adelgazamiento ni otras zarandajas, exclamaba cuando los sudores le apretaban haciéndole embarazoso su tra-bajo en plena calle. Aguantaba con estoicismo los inconvenientes de su trabajo. A pe-sar de todo ello, a pesar de esos puntos negros se sentía feliz al aire libre. Él no lo cambiaría.

Él no lo cambiaría.

No.

Desde su privilegiado observatorio contemplaba el paso del gentío. Ese río mu-lticolor que Ramblas arriba, Ramblas abajo, paseaban con destinos dispares. A la ma-yoría no los volvería a ver. A otros sí. Todos formaban ese conglomerado humano que tenían el desplazamiento como bandera. Prueba fehaciente de que las personas son viajeras por instinto aunque después ansíen retornar a la protección de sus hogares.

Pero él, el pingüino, no poseía un hogar.

Él, el pingüino, tenía sus Ramblas.

Él, el pingüino, tenía su Barcelona.

Él, el pingüino, necesitaba para vivir el bullicio de la gente.

Él, el pingüino, necesitaba el aire libre y los rayos del sol.

Él, el pingüino, temía la soledad.

Él, el pingüino, temía más la soledad que la muerte.

Porque él, el pingüino, ya no temía a la muerte.

Porque él, el pingüino, no encontraba a faltar su época de empleado de banca.

Porque el pingüino en la oficina bancaria se sentía morir con lentitud.

Porque el pingüino en la oficina bancaria estaba hastiado.

En la oficina bancaria no había sido feliz.