nº 52 - Julio/Agosto 2004 • ISSN: 1578-8644
La quinta columna
"La mujer habitada"
luis arturo hernández
Se cumplen este mes de Julio 25 años del Triunfo de la Revolución Sandinista, sueño de toda una generación que quiso ver en ella un paraíso depurado de tantos errores de su hermana mayor, la Revolución Cubana. 25 años después –que 25 años no es nada-, aquí se rinde –¿aquí no se rinde nadie?- un literario homenaje a La mujer habitada, novela de la escritora sandinista Gioconda Belli, que fue un hito en la narrativa revolucionaria nicaragüense. Hoy volvemos –volver con el Frente marchito-, pues, a pisar la patria de Sandino, con idéntico candor al que nos hizo soñar en la barbarie con un nuevo mundo.

EL VARÓN DESHAUCIADO
(LA MUJER HABITADA, de Gioconda Belli. Ed. Salamandra)

“ a la compañera
Petra López López,
mujer habitada.

La mujer habitada es el relato de un rito de iniciación. Y lo es por partida doble. Primero, por tratarse de la iniciación a la novela, en esta su ópera prima, de la autora, Gioconda Belli, poetisa nicaragüense y de reconocida relevancia en las letras hispanas. Y, en segundo lugar, porque se trata de la iniciación a la Revolución de su protagonista, la mujer habitada.

En La mujer habitada, novela de formación de la personalidad, la historia de Lavinia, mujer emancipada e independiente, de origen aristocrático y posición acomodada, que ejerce una profesión liberal, se entrecruza, desde su primer día de actividad laboral, con la de Itzá, “Gota de rocío”, joven indígena muerta cuatro siglos atrás a manos de los conquistadores españoles, trenzándose en una narración que anticipa desde su comienzo –“ella y yo nos encontraremos pronto”- la fusión de los destinos de ambas mujeres.

A partir de un incidente casual –o coincidencia significativa-, la vida de Lavinia se va a abrir al proceso que va de la rebeldía individual a la rebelión colectiva. Pero el salto definitivo del inconformismo a la insurrección se va a producir a partir del momento en que se siente habitada por el espíritu de Itzá, que mora en el naranjo del jardín de su casa colonial y al fin ha dado fruto, “Porque no es el tiempo de floraciones; es tiempo de frutos. Pero el árbol ha tomado mi propio calendario, mi propia vida; el ciclo de otros atardeceres. Ha vuelto a nacer, habitado con sangre de mujer.”

La resonancia de la resistencia náhuatl frente al Imperio Español, encarnada por Itzá y Yarince el guerrero, huidos a la montaña ante el avance de “los españoles, los hombres rubios con pelos en la cara, que debían ‘civilizar la barbarie’ con sus barcos, sus bestias y sus bastones de fuego”, resuena de forma mítica en el interior de Lavinia, idéntico al que se escuchaba, a finales del siglo pasado, desde este lado del océano y en vísperas del V Centenario del Descubrimiento de América, en boca del también poeta Leopoldo María Panero, visionario y huérfano, enjaulado en el manicomio de Mondragón, quien lanzaba entonces su particular y personalísimo conjuro contra el imperialismo español en las Américas en el poema que abre Contra España y otros poemas no de amor: “Valdivia tiene más hombres, más caballos/ y árboles que escupen fuego y sangre. / Ante la bestia de Valdivia el indio/ tiene sangre de hembra.” Y más adelante: “Entra el hombre barbado, el español a saco/ en nuestras casas y muestra su verga a las mujeres:/ pero en la selva se pierde, en el laberinto/ oscuro de Eldorado.” Y en "la noche de Lautaro”, motivo principal de ese poema Inédito de El último hombre –“porque era la noche de Lautaro”- parece repetirse el eco de Lautaro contra el centauro del Canto general –“sobrevino la noche de Lautaro”-, desde donde Pablo Neruda tiende un arco -y flechas- hasta nuestro siglo para hacerse eco, a su vez, de la resistencia antiimperialista contemporánea en Nicaragua: “Sandino se quitó las botas/ se hundió en los trémulo pantanos,/ se terció la banda mojada / de la libertad de la selva,/ y, tiro a tiro, respondió/ a los ‘civilizadores’.” Y, mientras, “Los hombres siguen huyendo. Hay gobernantes sanguinarios. Las carnes no dejan de ser desgarradas, se continúa guerreando”, en una lucha de guerrillas que se propagaba como un incendio a los cuatro vientos y llegaba hasta el último rincón del país, bajo el tacón y el sable del Gran General, peón y siervo del Imperialismo norteamericano.

Las resistencias de ambas mujeres discurrirán, pues, de manera paralela a lo largo del cauce del relato, iluminándose mutuamente, a medida que Lavinia toma conciencia, primero, y se compromete con el movimiento guerrillero, después, hasta aunarse en la militancia revolucionaria en vísperas de la acción final, previa al desenlace fatal, de esa mujer, “poseída por la herencia de sus antepasados”, que “tiene rasgos parecidos a las mujeres de los invasores, pero también el andar de las mujeres de la tribu, su misma determinación”, y “tiene una lengua parecida a la suya”, a la de los conquistadores, “sólo que más dulce, con algunas entonaciones como las nuestras” –fruto de la violación de la lengua náhuatl por el español, hijo bastardo a su vez del mestizaje del vasco y el latín-.

Por medio de la superposición temporal de dos épocas –s. XVI y s. XX-, a la manera de Carlos Fuentes en Terra nostra, La mujer habitada apela a la metempsicosis o trasmigración del espíritu, abundando en la afirmación del novelista mejicano de que “son necesarias varias vidas para hacer una sola persona.” “Ni hombre, ni naturaleza, están condenados a la muerte eterna. La muerte y la vida son sólo dos caras de la luna; una clara, otra oscura.” Y “la vida brota de la muerte como la pequeña planta del grano de maíz, que se descompone en el seno de la tierra y nace para alimentarnos.” O “todo cambia, todo se transforma” –heraclitoridiana sentencia que precede a la conclusión final:- “Nadie que ama muere jamás.”

Y es precisamente esa creencia en la reencarnación propia de la mitología de las tribus amerindias precolombinas la que determina el carácter cíclico de la estructura del relato.

La voz del narrador –de la narradora- va entretejiendo a lo largo de la novela sendos relatos como si de un tapiz de henequén se tratara. La narración en primera persona de Itzá, la indígena, alterna con la de Lavinia, la joven arquitecto, contada en tercera persona, configurando una narración en la que la emoción poética de la evocación del pasado de la primera, transida de pensamiento mágico, se entrecruza con el activismo narrativo propio del discurso racional de un proyecto de futuro de la revolucionaria, traspasándose mutuamente ambas perspectivas a medida que se acelera el tempo de la narración –emparejando el estilo indirecto libre con el laconismo de la acción-, y el símbolo primitivo se materializa en metáfora del momento presente –en sentido contrario a la metáfora borgiana, del austral y sureño Jorge Luis Borges (no confundir con otro Borge), que se eleva a símbolo eterno-, siguiendo el camino inverso del tropo –subtropical- centroamericano, para que se den al fin la mano el Realismo Maravilloso y la Historia, a la vez que Épica y Lírica se funden en un abrazo que preludia el desenlace dramático, haciendo confluir los puntos de vista de ambas heroínas en un colofón que revela la profunda vena poética y el valor de poeta popular de la nica Gioconda Belli.

La narradora, absolutamente identificada con Lavinia a medida que avanza el relato, salvo en los momentos en que cede la palabra a Itzá, su alter ego histórico, nos conduce a lo largo de la acción de la mano de la protagonista, sin soltarla ni a sol ni a sombra. Su voz va siguiendo paso a paso a “la mujer habitada” en su evolución hacia la revolución, y el resto de los personajes –coprotagonistas, antagonistas, secundarios y episódicos-, va apareciendo ante el lector gracias a sus encuentros, reencuentros y desencuentros con Lavinia. En esa confrontación dialéctica con los demás personajes se percibe, pues, un claro contraste entre el dinamismo psicológico de la protagonista, único personaje que experimenta desde el principio al fin una real y verdadera transformación psicológica, y el estatismo, cuando no la inmovilidad, de todos cuantos la rodean.

La acción se sitúa en Faguas, topónimo imaginario tras el que no resulta difícil imaginar el caserío desparramado junto al lago de ese aldeón capitalino que es Managua, en vísperas de la insurrección popular contra la dictadura en Nicaragua, liderada por el movimiento de Liberación Nacional, trasunto genérico del Frente Sandinista de Liberación Nacional.

En esta coyuntura histórica, y en estas circunstancias espacio-temporales, La mujer habitada presenta una clara complementariedad narrativa con La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, del también nicaragüense y sandinista Omar Cabezas, al mismo tiempo que revela que la ciudad es algo menos que una pequeña selva negra y algo más que una diminuta jungla de asfalto.

Por lo demás, si la arquitectura es la organización simbólica del espacio con arreglo a una determinada visión del mundo, la profesión de arquitecto convierte a la protagonista de La mujer habitada, al igual que ocurre en La consagración de la primavera –obra maestra de la arquitectura literaria cubana y monumento narrativo de la pluma genial de Alejo Carpentier-, en sacerdotisa de la creación de una nueva sociedad. Pues, en efecto, el habitáculo secreto construido en el corazón de la Casa del General –que fue diseñada por Lavinia-, su muy sui generis “habitación propia”, se revela en último extremo como el pilar asentado en los cimientos de la edificación de la Nueva Nicaragua.

La autora deja, por otra parte, en boca de Itzá la denuncia y condena históricas del Imperialismo español, en un dramático alegato poético que, como un canto general, ha llegado hasta nuestro siglo en la voz de Pablo Neruda, en cuyos versos se clama de viva voz en contra de la acción depredadora de un Imperio que, a través de las fases clásicas de conquista –“las barcas van apretadas de garras/ y barbas rojas de Castilla”; o “Miró al soldado/ extraño nacido del océano./ Miró sus ojos, su barba sangrienta,/ su espada, el brillo negro/ de la armadura, el cansancio caído/ caído como la bruma sobre esa cabeza/ de niño carnicero”; de evangelización –“Dios ha sido dividido, hermanos/ entre nosotros”, sostuvo el canónigo, “y los carniceros de dientes/ morados dijeron ‘Amén’”, y “como no sabían de letras/ llenaron de cruces la mesa”; y de colonización –“Así quedó dividido el patrimonio/ ... Pero cortada fue la tierra/ por los invasores cuchillos./ Después vinieron a poblar la herencia/ usureros de Euzkadi, nietos/ de Loyola, .../ Las encomiendas sobre la tierra/ sacudida, herida, incendiada,/ el reparto de selva y agua/ en los bolsillos, los Errázuriz/ que llegan con su escudo de armas,/ un látigo y una alpargata”, sometió a las tribus indígenas y destruyó sus culturas, aboliendo valores tan genuinos y “revolucionariamente” primitivos como la propiedad comunal y el amor libre, mientras el discurso narrativo de Lavinia se centra, de forma complementaria, en las tres formas de opresión que padece la mujer de un pueblo sometido a la dominación extranjera. Y, así, a la liberación nacional frente al imperialismo norteamericano se vincula indisolublemente la liberación social frente al capitalismo colonial, constituyendo un frente común para la actividad de Lavinia en el movimiento de Liberación Nacional.

La victoria en ambos frentes, sin embargo, no representa la victoria total, ni conlleva el triunfo de la tercera de las luchas, la de la liberación de la mujer, cuya opresión hunde sus raíces en un período de la historia del Hombre muy anterior al imperialismo y a la lucha de clases.

En una novela como La mujer habitada, que al igual que buena parte de la literatura generada por la Revolución Sandinista posee un marcado carácter testimonial, Lavinia se ve en el deber de reconocer su fracaso en la erradicación del machismo patriarcal, latente en su compañero y explícito en su mejor amiga.”Flor solía decirle que era demasiado optimista pensando poder liberar a Felipe del otro Felipe; pero le concedía la esperanza.” “La esperanza era quizá el mecanismo que le permitía conservar la música cuando hacían el amor, aunque quizás fuera sólo un mecanismo de defensa inventado por ella contra la desilusión y el pesimismo de pensar en la imposibilidad de un cambio... ¿cómo creer tan fervientemente en la posibilidad de cambiar la sociedad y negarse a creer en el cambio de los hombres?” Medios seres. Varones deshabitados.

“Se decidió a aceptar, tristemente el hecho de que en su relación con Felipe no hubo reconciliación. En el combate en que se enfrentaron, sólo la muerte los igualó... Pero no podía aceptarlo como augurio funesto del amor o del viejo antagonismo de Adán y Eva”, afirma en su deseo de salvar la idea del amor, esa sutil forma de dominio emocional que ejerce del ser humano sobre sus semejantes, y aunque Itzá reconoce que “El amor es sólo una imperfecta aproximación a la cercanía”, concluye con un verso lapidario a manera de epitafio: “Nadie que ama muere jamás.”

Mujer habitada, en fin, frente a mujer deshabitada, bajo el hombre desahuciado que amenaza ruina, podría muy bien ser la síntesis temática de La mujer habitada.

Y aplicando la ley de la justicia poética con todo su rigor–y rigor mortis en este caso-, al fin será la causalidad la que acabe con Lavinia y Pablito, miembros de la burguesía comprometida con la Causa que pagarán con la vida su desclasamiento, y la casualidad pondrá fin al machismo de Felipe Iturbe. “Felipe fue un habitante del principio del mundo de la historia.”

La Historia. Siglos y siglas. Partidos y partidas. Operativos y aperitivos. Uniforme y hábito. Hambre y hembra. Hombre y mujer. Mujer.

Mujer habitada, entre un puñado de mujeres guerrilleras habitantes de la patria de la Revolución, discriminada por el varón en una cultura impuesta por él y una lengua que él mismo a codificado a su gusto. Discriminación sexual manifiesta ya, a nivel léxico, desde la doble significación del término “hombre” –varón y ser humano genérico a la vez-, en una ambigüedad que escamotea, cuando no oculta, la presencia de la mujer, reducido a caso particular de una totalidad de”género” masculino; hasta el intento de llamar la atención sobre la particularidad sexual si calificamos de “poetisa” a Gioconda Belli, la autora -¿G. Belli no es el mejor poeta del Frente Sandinista?-, o de “arquitecta” a Lavinia, “la mujer habitada”, caída precisamente, en esa lucha, en acto de combate.

Pero la lucha continuaba, porque “nadie apagará el sonido de los tambores batientes.”

Hay grandes multitudes–podría haber escrito en su día inflamado de ardor guerrero un ingenuo letraherido y turista revolucionario, simpatizante del Frente e internacionalista solidario, ignorante de las actividades de la borgiana Dirección Quinta, del comandante y poeta Tomás Borge (y no confundir con otros Borges)-, avanzando en los caminos abiertos por Yarince y los guerreros, los de hoy en la Selva Lacandona, los de entonces, como árboles serenos, mientras el olor del azahar se extiende al azar a la espera de que regresen los colibríes a danzar sobre Nicaragua, “la flor más linda de mi querer”, desde el país rojo de la aurora donde se escucha el canto del Quetzalcoatl, amparados por los dioses de la lluvia.