nº 52 - Julio/Agosto 2004 • ISSN: 1578-8644
"Barroco flamboyante"
josé maría plaza
El flamboyán, la esclava y el mambí, de Luis Arturo Hernández. Ed. Algaida

Como es sabido el flamboyán es un árbol tropical frondoso, de flores exuberantes que se marchitan enseguida y es considerado símbolo de la efímera pasión o deseo pasajero.

El flamboyán, la esclava y el mambí, primera nouvelle del profesor, crítico y escritor vitoriano y colaborador de la revista Luke Luis Arturo Hernández, y galardonada con el XIX Premio Felipe Trigo de Narrativa, es un árbol verbal, artificial, que en un ejercicio barroco da la réplica a escala en miniatura, en forma de bonsái, a la realidad del árbol. Y es que, aunque las hojas no dejen ver el árbol, hay en su estilo una pretensión de recrear la abundancia, la profusión, el caos ordenado que es el flamboyán, o la vida misma, que -a diferencia de la literatura clasicista, racionalista o conceptual, que ofrece una imagen del mundo tal y como “debe ser” para el autor-, en periodos “barrocos” -por decirlo con palabras del hoy ignorado Eugenio D’Ors- se ofrece como la realidad tal y “como es”, es decir, reconstruyéndola para que en su imitación se consiga reproducir el caos de la Naturaleza, el desorden del bosque frente al orden del huerto, la calculada irracionalidad de la selva tropical frente a la domesticidad racional del laberinto inglés, la confusión vital de la percepción de lo inagotable, de la saturación de los sentidos –en todos los sentidos-, de la sintaxis de manigua de bejucos -o lianas-, del campo abonado para la imaginación -o la imaginería-, del caldo de cultivo de un humus con su hojarasca fertilizadora, su turba fecunda -más turba-, médanos, humedales y demás. Todo eso y más.

Y ello con el recordatorio esporádico -por esporas- de la condición verbal de lo que se dice, con la advertencia periódica de que aquello es una ficción, un invento, y el amable desengaño de que todo es juego de palabras competente -no competitivo-, el compadreo –o comadreo- cómplice y socarrón de estar compartiendo una novela, lejos de la falsa convención de la transparencia del lenguaje- mal tan anglosajón-, de un cristal diáfano que dejara ver la “realidad” del otro lado de la ventana, y más próximo a la vidriera, al cristal de colores retóricos, al celofán, que distorsiona la luz para iluminar una realidad artificial en la que se pueda entrever/ar el lector. Y si en el paradiso de la Literatura lo que se dice es el modo en que se dice, nada más propio que el Barroco para confirmar ese axioma, con un estilo grotesco, irónico o sarcástico, de cháchara carnavalesca, de juego dialógico y dialectal, de tertulia polifónica, de libertad de expresión, en boca de un narrador ventrílocuo que es todos y cada uno de los personajes, incluido por cierto algún homónimo del autor, personaje tan imaginario como otro cualquiera; aunque si con alguien confiesa identificarse Luis Arturo Hernández es con Ceiba, al modo de un Gustave Flaubert, que hubiera proclamado: “Ceiba Tiago c´est moi, moi, moi, aussi...”

EUROBOROS

Por eso, puesto que El flamboyán es un ejercicio de estilo barroco –Paradiso de José Lezama tampoco tiene trama narrativa y ha sido elogiado por lectores y no lectores-, la “estructura” es la de un encadenamiento de secuencias, cayos -un “Cayo Largo” y otros algo más breves, en honor a la verdad- en la mar océana en calma chicha de la lectura, un archipiélago de varias historias conectadas a través de las corrientes de agua de unos personajes que azacanean entre esos islotes narrativos, comunicando diversas islas del arrecife de la Historia con el ir y venir del pecio de un naufragio -una esclava, símbolo de la libertad-, abrazando diversas variaciones sobre el tema del extranjero en su lucha por la vida -cubanos o yanquis en España, españoles en Cuba, dominicanas en España o Cuba-, en forma de “núcleos proliferantes”-por decirlo en palabras de Alejo Carpentier- que aspiran al “sentimiento de inagotabilidad” –aquí en palabras de Arnold Hauser-, en sucesivas generaciones de dos familias vascas rivales -los Aspárrena y los Salvatierra, siervos y caciques, combatientes y turistas- que no llegan a constituir, sin embargo, una novela-río, sino una narrativa de manglar, de prosa remansada, no en meandros, sino en las aguas pantanosas de los paréntesis o incisos -incisivos-, de saltos atrás en el tiempo -atento a algo o alguien que pasó, que ya pasó, que se fue, se fue, se fue..- o en el espacio -volviendo sobre los pasos perdidos o creyendo vislumbrar otro atajo que tal vez sea un rodeo de un camino ya recorrido, o quizá no-, seducido el lector por la falsa profundidad o la aparente falta de hondura -no cubre nada- y espejismos del estilo, despistado por la dispersión de la acción -atento el narrador tanto al microscopio o al telescopio, como al periscopio-, distraído, o con los cinco sentidos -lo sensorial, lo sensual y lo sensitivo, lo sentimental acaso, lo ideológico tal vez-, alerta a las voces del pasado -del reaccionario colonizador señor Hidalgo, o la fusión latina de Lezama Lima y Cabrera Infante en su Pepe G.-, a los cantos de sirena -o de manatí, o de Maldoror-, a las asociaciones fónicas entre términos remotos o de coincidencias significativas, a las citas de y con los autores muertos, con las actrices vivas, entre ecos ambiguos, verdades a medias o engaños con la verdad, y donde todo es apariencia y confusión de personajes parciales, imperfectos, esbozados, meras voces, como en la enajenación mental o esta alienación social de una locura colectiva -y no otra cosa es el Barroco-, medios seres, identidades truncadas por la heterogeneidad del gran cuerpo de la especie humana –por decirlo con palabras de su admirado Bajtin- en su hábitat artificial –hibridación grotesca de un nuevo caos hecho de primate y medusa, vacas carnívoras, serbo-croatas o chinos en patera-, en una obra con pretensión totalizadora –que no totalitaria-, en pos de la Utopía de la Abundancia

– entre la compulsiva bulimia verbal y el horror vacui de la obesidad de la imaginería literaria-, proteico –y proteínico-, mutante –de acción mutante-, con afán de reconciliar un archipiélago de ínsulas y penínsulas en la helicoidal de la Historia –del microcosmos del genoma a la expansión espiral de la galaxia-, y ansia de reconciliar personalidades atolondradas en su naufragio en un atolón, en una novela invertebrada como la propia existencia del hombre contemporáneo, tejida por la Parca con un fino hilillo -de voz-.

LA CONSAGRACIÓN DEL VOLCÁN

En la trastienda de El flamboyán, y más allá de la emoción que es germen y motor de la narración, secreción verbal y juego de ventrílocuo racionalizados después mediante la trama e intelectualizados en la rebusca del sentido –entrañable autopsia de la pasión que nace, placentera, de las entrañas-, está la fascinación del autor, desde hace más de veinte años -que veinte años no es nada-, por la literatura cubana de mediados del siglo XX, y en especial por Alejo Carpentier, y también por Lezama Lima, y por el primer Cabrera Infante, entre otros como Severo Sarduy –insustituible, en otro orden de cosas, para una obra ensayística que lo ha ocupado estos últimos años- y que, por seguir con la imagen del río, suponen para él, más que una influencia, un juego de confluencias –Luis Arturo Hernández no era un autor barroco entonces- que le permitieron reconocer por simpatía, por homeopatía, por psicopatía, o por cualquier otra tía –y más de uno dirá que patutía- un afinidad común, una proximidad de caminos -no vidas- paralelos -no paralelas-, una identidad en último extremo que lo llevó, en el verano del 98, cuando hacía años que se atiborraba de literatura centroeuropea -eslava en particular-, a cometer este homenaje a la literatura cubana y a Alejo Carpentier-, perpetrando la parodia –pastiche- de su estilo, en un capítulo apócrifo de La consagración de la Primavera, homenaje a una obra en la que asegura haber echado en falta siempre un capítulo y que añadió por su cuenta no sin antes cruzarlo, hibridarlo, mestizarlo con Bajo el volcán de Malcolm Lowry, merced al hermanastro del Cónsul, en el punto y hora de la Guadalajara del 37 en la Guerra Civil y en honor a la resistencia antifascista en la que españoles, indios de la India y cubanos de Cuba, se alzaban codo con codo –y caían- en la defensa de la Libertad con mayúsculas.

Un viaje en clase turista -en clave turista- de un par de semanas en el verano de 1998 le permitió, cuando menos, localizar exteriores -y algunos interiores- para El flamboyán y aterrizar un siglo más tarde en el escenario de aquellas ficciones -literarias y sociales- en que se devanó la madeja de nuestra fantasía revolucionaria hace más de veinte años.

El fruto es este árbol artístico, de celulosa -nada celulítico-, de hoja foliácea y perenne y floración tardía, real como la ficción misma, virtuoso pero no virtual, que recrea -más

que crear- lo que pudo haber sido el Paraíso en la Tierra –¿o la tierra será un paraíso?-.

Si bien el autor se reserva el secreto de elucidar la prohibición de tocar El flamboyán, pues como advierte Hernández haciendo suyo el final del “romance del Conde Arnaldo” –no confundir con otros Arnaldos-, “yo no digo mi canción,/ sino a quien conmigo va".